Jesús, el otro mesías

Jesús, el otro mesías

sábado, 5 de agosto de 2023

¿Salvador o revolucionario? - capítulo VII (octava entrega del libro).

 

Capítulo VII - ¿Salvador o revolucionario?

Cada rincón de la Palestina era dominado por los romanos. Su poder político y militar se hizo insuperable y se fortaleció de la unión con el establecimiento judío. «Peligrosa alianza entre crueles paganos armados y cínicos religiosos manipuladores»

     ¡Las condiciones sociales del vulgo no pudieron ser peores! Sin embargo, la clase media y los ricos también fueron víctimas del régimen. Para los más desfavorecidos primaron las circunstancias de hambre, miseria y humillación; para los otros, la pérdida total de su dignidad y el desprendimiento de algunos de sus bienes económicos.

     Aunque todos los judíos fueron sometidos, algunos de ellos (rabinos y sacerdotes) gozaron de privilegios; su complicidad y sumisión con el imperio les permitió seguir desarrollando un metódico control sobre los creyentes intentando perpetuar la gran doctrina religiosa. En tanto que fariseos y saduceos ―comprometidos en la parte económica― aportaron inconformes todo lo que se les exigió, incluso algunos de ellos se convirtieron en colaboradores de sus verdugos (conformando así otro pequeño grupo social detestado por el pueblo). «Se creó un sistema para el cobro de impuestos en el que ellos participaban como recaudadores. Cumplida la cuota requerida, tenían el derecho de apropiarse de algunos de los bienes. Razón por la cual fueron odiados y considerados como traidores».

     Por otra parte, estaban los zelotes y sicaris (quienes realmente conformaban el mismo grupo). Los zelotes fueron un grupo de resistencia revolucionaria cuyo objetivo principal era el de establecer una reforma radical al templo y al culto. Mientras que los sicaris (a quienes podríamos considerar una facción de los otros) pretendían expulsar a los romanos por medio de la violencia para instaurar el reino de Israel.

     La inconformidad reinaba entre toda la comunidad hebrea, y los poderosos saciaban sus bajos instintos con ellos. Urgía la presencia de un líder y de una gran revolución. «Pero Jesús no era ese gran líder, ni tampoco —esa— era su causa».

     Fue así como quienes quisieron hacer del mesías el gran libertador y jerarca, y, la figura más importante de la doctrina judía, descubrieron (con asombro) una intención diferente por parte del nazareno, lo que interpretaron como traición. Los líderes del judaísmo ortodoxo emprendieron una irritable acción de desprestigio en contra de él entre las gentes del pueblo y entre los romanos tratando de convencerlos de que se estaba incubando una revolución armada para derrocar al régimen y que su líder era Jesús de Nazaret.

     El Sanedrín aconsejó al procurador para que tomara acciones drásticas para evitarlo. Señaló a Jesús y a sus discípulos como jefes insurgentes, argumentando que el mesías buscaba el poder político y que pretendía ser el rey absoluto del pueblo judío. —Tal vez esa fue la razón por la cual (a futuro) Jesús fue crucificado y burlado por los romanos con la inscripción en su cruz: INRI (Jesús rey de los judíos). «La crucifixión era la pena impuesta por sedición o cualquier otra conducta que atentara contra el imperio y su poder político. La pena de muerte, en cambio, era decretada para otros delitos y se ejecutaba con la lapidación».

     Los argumentos para incriminarlo fueron contundentes. Todas las circunstancias estaban en su contra desde el momento en que él apareció (nuevamente) en Jerusalén. Su llegada a la ciudad santa se convirtió en un espectáculo llamativo porque le acompañaron muchas personas. «La palabra de Jesús hacía eco a donde quiera que él fuere». Su poder ascendiente sobre la multitud inquietaba a cualquiera. Fue tal la impresión que causó, a pesar de su imagen tranquila y humilde y de su insignificante cabalgadura (a lomo de asno), que a este evento se le comparó con la entrada triunfal de un gran guerrero a terrenos conquistados. «Así lo sugirió el odioso Sanedrín, así lo vieron sediciosos y fariseos malintencionados, así lo creyó el procurador (ante las sugestiones de los rabinos)».

    Otro acontecimiento sugestivo y trascendental sucedió en uno de los lugares más importantes para la comunidad judía: el comportamiento de Jesús en el templo, cuando lleno de cólera y valor la emprendió contra todos —creyentes y sacerdotes— reclamando respeto con el que era considerado un lugar sagrado. Echó de allí a mercaderes y mendigos, acusó a los fariseos de sepulcros blanqueados (haciendo alusión a su hipocresía y malas conductas), profirió insultos contra rabinos y líderes judíos, contra los ricos que querían aparentar religiosidad, contra los fieles de una doctrina sucia y amañada. «Sus palabras y actitud debieron repercutir en la consciencia del emperador cuando manifestó que no quedaría piedra sobre piedra, echándolos a todos y realizando un ceremonial de purificación». Pero su verdadera intención era la de crear consciencia sobre el respeto al templo como sitio sagrado para la oración y el encuentro con Dios. Promulgar que no debería ser profanado con pensamientos y conductas materialistas. Que la esencia del recinto debería ser únicamente espiritual y que ellos no deberían comportarse como antiguos paganos.

     Su verdadero mensaje, cuando habló de reconstruir el templo, profetizaba que los hombres lo destruirían tarde o temprano. Que sus falsos cultos, las míseras limosnas que daban a los desafortunados, los rituales de oración y de interpretación de las leyes de Moisés, y todo lo demás, solo servían a la manipuladora doctrina con la cual el pueblo había sufrido durante miles de años. Él prometió reconstruir el templo fundamentado en el amor a Dios, en la verdad, en la misericordia y en la unión de su pueblo para así liberarlos del yugo, de la maraña engañosa y de la manipulación.

    «Y entonces cada acción y cada pensamiento del mesías lo hacían parecer como a un gran sublevado». Jesús atrajo la atención de los insurrectos zelotes, de inconformes religiosos y laicos, de todos quienes se consideraban víctimas el imperio; incluso de algunos paganos que, aunque no podían entender su mensaje (por el total desconocimiento de una fe monoteísta) percibían en él la esencia de la justicia y el camino hacia una gran libertad. «Todos esos elementos se condensaban peligrosamente en su contra ante sus enemigos».

     Por eso los zelotes buscaron acercarse a Jesús. —Quizás él era el líder que el pueblo judío estaba esperando—. Pero ellos querían una revolución violenta: la derrota del imperio y la imposición del establecimiento judío independiente y autoritario. ¡Jesús jamás lo aceptó así! Él rechazó toda muestra de violencia y cualquier método de sometimiento para con su pueblo. Sin embargo, algunos se unieron a él, tal es el caso de Simón el zelote quien se convirtió en uno de sus discípulos, y de Pedro de Barjona y Judas Iscarioti (a quienes también se relaciona como antiguos zelotes).

     Indudablemente —y por obvias razones— la mayoría de los ricos, saduceos y fariseos, estuvieron en contra de Jesús. «Ellos estaban acomodados dentro del sistema y el humilde profeta pretendía cambiarlo todo, sin siquiera levantar un arma, sin incitar al pueblo a la sublevación».

     En realidad, la aparente revolución de Jesús se gestó en el corazón de los hombres, dentro de su pensamiento, en el fértil campo de su inconformidad. El mesías se manifestó en contra de los ricos —sin odio y sin pretender hacerles daño— para reclamarles por su indiferencia ante el dolor y la miseria de los demás. Clamó justicia social e igualdad y ofreció la bienaventuranza de Dios a los desafortunados. Rechazó la mentira, la crueldad, el odio, la maldad, la injusticia, y muchas otras actitudes negativas humanas —todas ellas presentes dentro de la sociedad reinante y en las almas de quienes la gobernaban—. 

    Jesús nunca pretendió cambiar o derrocar el régimen romano ni acabar con la doctrina judía, él solo transmitió a los hombres la humilde riqueza de una filosofía de amor queriendo cambiar —en ellos— su relación con Dios. Anhelando transformar la relación del hombre con el prójimo. «Algo que de alguna manera conocían los esenios pero que en su ostracismo no compartieron nunca con los demás».

     El mensaje de Jesús conducía a la libertad. Libertad ante los hombres (opresores y manipuladores), ante las riquezas y cosas materiales, ante las propias ambiciones y debilidades. Él invitaba a vivir en la intuición y en la espiritualidad dejando a un lado la obscura razón que enfrenta a los semejantes.

     Buscad primero el reino de Dios y luego todo vendrá —fueron sus palabras—. Él fue ejemplo de sus enseñanzas: vivió de manera humilde, sin lazos afectivos y en la total austeridad. No disfrutó de su gran popularidad ni hizo alarde de ella, por el contrario, siempre se apartó de la sociedad y de sus manifestaciones de poder y vanidad.

     Aunque Jesús no aceptó el respaldo ni se adhirió a ninguno de los estamentos sociales, religiosos o gubernamentales, manifestó un marcado rechazo hacia el grupo de los fariseos (quizás más que a los zelotes), lo que aprovecharon sus detractores para sembrar dudas sobre su intención revolucionaria.    —Los paganos nunca pudieron comprender el carácter de su actitud escatológica—. Él siempre se consideró a sí mismo y se presentó como un simple hijo del hombre al servicio de Yahvé. Evitó reconocerse como el mesías para conjurar la relación de ese privilegiado reconocimiento con las profecías antiguas. Abandonó cualquier asomo de vanidad habiendo superado todas las tentaciones del poder y se negó a ser: guerrero, líder y rey.

     De manera incomprensible, Jesús parecía conforme con algunas de las normas del imperio. Cuando alguien le preguntó si debería pagársele tributo económico al emperador, él respondió con ambigüedad: —Dad al César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios —reafirmando su total desprendimiento de lo material, y enfocado hacia la vida puramente espiritual—.


 


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