Capítulo VII - ¿Salvador o revolucionario?
Cada rincón de la
Palestina era dominado por los romanos. Su poder político y militar se hizo
insuperable y se fortaleció de la unión con el establecimiento judío. «Peligrosa
alianza entre crueles paganos armados y cínicos religiosos manipuladores»
¡Las condiciones sociales del vulgo no
pudieron ser peores! Sin embargo, la clase media y los ricos también fueron
víctimas del régimen. Para los más desfavorecidos primaron las circunstancias
de hambre, miseria y humillación; para los otros, la pérdida total de su
dignidad y el desprendimiento de algunos de sus bienes económicos.
Aunque
todos los judíos fueron sometidos, algunos de ellos (rabinos y sacerdotes)
gozaron de privilegios; su complicidad y sumisión con el imperio les permitió
seguir desarrollando un metódico control sobre los creyentes intentando
perpetuar la gran doctrina religiosa. En tanto que fariseos y saduceos ―comprometidos
en la parte económica― aportaron inconformes todo lo que se les exigió, incluso
algunos de ellos se convirtieron en colaboradores de sus verdugos (conformando
así otro pequeño grupo social detestado por el pueblo). «Se creó un sistema
para el cobro de impuestos en el que ellos participaban como recaudadores. Cumplida
la cuota requerida, tenían el derecho de apropiarse de algunos de los bienes.
Razón por la cual fueron odiados y considerados como traidores».
Por otra parte,
estaban los zelotes y sicaris (quienes realmente conformaban el mismo grupo).
Los zelotes fueron un grupo de resistencia revolucionaria cuyo objetivo
principal era el de establecer una reforma radical al templo y al culto.
Mientras que los sicaris (a quienes podríamos considerar una facción de los
otros) pretendían expulsar a los romanos por medio de la violencia para
instaurar el reino de Israel.
La inconformidad
reinaba entre toda la comunidad hebrea, y los poderosos saciaban sus bajos
instintos con ellos. Urgía la presencia de un líder y de una gran revolución.
«Pero Jesús no era ese gran líder, ni tampoco —esa— era su causa».
Fue así como quienes
quisieron hacer del mesías el gran libertador y jerarca, y, la figura más
importante de la doctrina judía, descubrieron (con asombro) una intención
diferente por parte del nazareno, lo que interpretaron como traición. Los
líderes del judaísmo ortodoxo emprendieron una irritable acción de desprestigio
en contra de él entre las gentes del pueblo y entre los romanos tratando de
convencerlos de que se estaba incubando una revolución armada para derrocar al
régimen y que su líder era Jesús de Nazaret.
El Sanedrín aconsejó
al procurador para que tomara acciones drásticas para evitarlo. Señaló a Jesús
y a sus discípulos como jefes insurgentes, argumentando que el mesías buscaba
el poder político y que pretendía ser el rey absoluto del pueblo judío. —Tal
vez esa fue la razón por la cual (a futuro) Jesús fue crucificado y burlado por
los romanos con la inscripción en su cruz: INRI (Jesús rey de los judíos). «La
crucifixión era la pena impuesta por sedición o cualquier otra conducta
que atentara contra el imperio y su poder político. La pena de muerte, en
cambio, era decretada para otros delitos y se ejecutaba con la lapidación».
Los argumentos para
incriminarlo fueron contundentes. Todas las circunstancias estaban en su contra
desde el momento en que él apareció (nuevamente) en Jerusalén. Su llegada a la
ciudad santa se convirtió en un espectáculo llamativo porque le acompañaron
muchas personas. «La palabra de Jesús hacía eco a donde quiera que él fuere».
Su poder ascendiente sobre la multitud inquietaba a cualquiera. Fue tal la
impresión que causó, a pesar de su imagen tranquila y humilde y de su
insignificante cabalgadura (a lomo de asno), que a este evento se le comparó
con la entrada triunfal de un gran guerrero a terrenos conquistados. «Así lo
sugirió el odioso Sanedrín, así lo vieron sediciosos y fariseos
malintencionados, así lo creyó el procurador (ante las sugestiones de los
rabinos)».
Su verdadero mensaje,
cuando habló de reconstruir el templo, profetizaba que los hombres lo
destruirían tarde o temprano. Que sus falsos cultos, las míseras limosnas que
daban a los desafortunados, los rituales de oración y de interpretación de las
leyes de Moisés, y todo lo demás, solo servían a la manipuladora doctrina con
la cual el pueblo había sufrido durante miles de años. Él prometió reconstruir
el templo fundamentado en el amor a Dios, en la verdad, en la misericordia y en
la unión de su pueblo para así liberarlos del yugo, de la maraña engañosa y de
la manipulación.
Por eso los zelotes
buscaron acercarse a Jesús. —Quizás él era el líder que el pueblo judío estaba
esperando—. Pero ellos querían una revolución violenta: la derrota del imperio
y la imposición del establecimiento judío independiente y autoritario. ¡Jesús
jamás lo aceptó así! Él rechazó toda muestra de violencia y cualquier método de
sometimiento para con su pueblo. Sin embargo, algunos se unieron a él, tal es
el caso de Simón el zelote quien se convirtió en uno de sus discípulos, y de
Pedro de Barjona y Judas Iscarioti (a quienes también se relaciona como
antiguos zelotes).
Indudablemente —y por
obvias razones— la mayoría de los ricos, saduceos y fariseos, estuvieron en
contra de Jesús. «Ellos estaban acomodados dentro del sistema y el humilde
profeta pretendía cambiarlo todo, sin siquiera levantar un arma, sin incitar al
pueblo a la sublevación».
En realidad, la aparente revolución de Jesús se gestó en el corazón de los hombres, dentro de su pensamiento, en el fértil campo de su inconformidad. El mesías se manifestó en contra de los ricos —sin odio y sin pretender hacerles daño— para reclamarles por su indiferencia ante el dolor y la miseria de los demás. Clamó justicia social e igualdad y ofreció la bienaventuranza de Dios a los desafortunados. Rechazó la mentira, la crueldad, el odio, la maldad, la injusticia, y muchas otras actitudes negativas humanas —todas ellas presentes dentro de la sociedad reinante y en las almas de quienes la gobernaban—.
El mensaje de Jesús
conducía a la libertad. Libertad ante los hombres (opresores y manipuladores),
ante las riquezas y cosas materiales, ante las propias ambiciones y
debilidades. Él invitaba a vivir en la intuición y en la espiritualidad dejando
a un lado la obscura razón que enfrenta a los semejantes.
—Buscad primero el
reino de Dios y luego todo vendrá —fueron sus palabras—. Él fue ejemplo de
sus enseñanzas: vivió de manera humilde, sin lazos afectivos y en la total
austeridad. No disfrutó de su gran popularidad ni hizo alarde de ella, por el
contrario, siempre se apartó de la sociedad y de sus manifestaciones de poder y
vanidad.
Aunque Jesús no
aceptó el respaldo ni se adhirió a ninguno de los estamentos sociales, religiosos
o gubernamentales, manifestó un marcado rechazo hacia el grupo de los fariseos
(quizás más que a los zelotes), lo que aprovecharon sus detractores para
sembrar dudas sobre su intención revolucionaria. —Los paganos nunca pudieron comprender el
carácter de su actitud escatológica—. Él siempre se consideró a sí mismo y se
presentó como un simple hijo del hombre al servicio de Yahvé. Evitó
reconocerse como el mesías para conjurar la relación de ese privilegiado
reconocimiento con las profecías antiguas. Abandonó cualquier asomo de vanidad
habiendo superado todas las tentaciones del poder y se negó a ser: guerrero,
líder y rey.
De manera incomprensible, Jesús parecía
conforme con algunas de las normas del imperio. Cuando alguien le preguntó si
debería pagársele tributo económico al emperador, él respondió con ambigüedad: —Dad
al César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios —reafirmando su total
desprendimiento de lo material, y enfocado hacia la vida puramente espiritual—.
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