Una gran convulsión
social y moral se vivía por aquellos días; la humanidad crecía y con ella el
caos. Reinaban el odio y la ambición, la inequidad y el desenfreno. «Ni
siquiera el temor a los dioses era suficiente para controlar a los hombres».
La descendencia de Abraham y de Moisés, tal vez
los más grandes profetas de la época, se esparcía potencialmente por los áridos
territorios de la antigua Palestina. «Se imponía la crueldad del poderoso imperio
romano».
Hambre y miseria para algunos, poder y abundancia para otros. —Parece ser la premisa que rige a la
humanidad. Unos adoraban a dioses
paganos representados en figuras humanas, en animales, en elementos naturales;
otros se inclinaban ante los preceptos
de un fenómeno religioso incomparable: “El Judaísmo”. —Filosofía, forma de vida o religión (como quiera
llamársele), instituida por el gran patriarca Abraham y reafirmada por Moisés y su descendencia.
La biblia, el gran libro canónico e histórico
del Judaísmo y del Cristianismo, en su antiguo testamento, nos narra muchas de
las situaciones que vivieron los hombres desde el principio de la creación dejándonos
observar trascendentales cambios en la consciencia humana. La creación de
mitos, leyendas y regímenes, que a
través de mecanismos de manipulación —en torno a la fe y a la moral—
controlaron de una u otra manera el transcurso de la vida.
Se destacan entonces hechos trascendentales como el gran e insustituible
poder que fue conferido en forma misteriosa al patriarca Abraham, señalándole
como origen y líder del pueblo de Dios.
La histórica hazaña de Moisés, quien liberó al pueblo hebreo de la
esclavitud de los egipcios, motivándole además con la ilusión de una tierra
prometida por Dios (Canaán). De manera sorprendente —también— las manifestaciones
públicas e intimidantes de los mandamientos divinos contenidos en las tablas de
la ley, dictados directamente por Dios a
Moisés en el monte Sinaí, se constituyeron en el paso fundamental para la
institución permanente de la iglesia; leyes que hoy aún rigen la religión
Cristiana.
Se hacen dogmáticos en los escritos sagrados del antiguo testamento los
mandatos y lineamientos que Dios daba a sus seguidores a través del “profeta
elegido”, los cuales deberían cumplir
—de manera estricta y embebidos en la fe— para ser objeto de la salvación,
llegar a la tierra prometida y, al final de los días entrar en el reino de los
cielos. «Sería así como los siervos de
Dios mantendrían el arraigo, la fe y la
lealtad. Aportarían parte de sus bienes
—como se les requería. Reconocerían y aceptarían a un determinado grupo de
personas (levitas y sacerdotes) como representantes de la divinidad, quienes
además tendrían la potestad de recaudar
las riquezas, dictar ordenamientos y
orientar el pensamiento».
¡Todo en nombre de Dios!
Fue entonces como de forma extraordinaria se afianzaron las religiones monoteístas: con
el surgimiento y la primacía del Judaísmo, del cual derivaron el Cristianismo y
el Islam.
Se concibió la figura de un solo Dios omnipotente
y perfecto —aunque intangible; se condicionó al espíritu humano a creer
ciegamente en él, aceptando en la figura de los elegidos la representación del
mismo; se establecieron normas de comportamiento, obligaciones, protocolos y
rituales para reconocer y adorar al Dios todopoderoso; e incluso se sembraron
expectativas basadas en el miedo y en el amor —sentimientos básicos de la vida— como
herramientas de control de estas fantásticas filosofías.
Tal vez la más grande expectativa y la que más trascendencia tuvo
durante siglos fue la que se creó a través de las profecías que anunciaban la venida de un
salvador, del mesías, del hijo de Dios. Muchos profetas y en diferentes épocas
vaticinaron el nacimiento del “hijo de Dios hecho hombre” quien vendría para
salvar a todos quienes profesasen su fe, liberándoles de los pecados y
otorgándoles la oportunidad de ser aceptados en su reino. «La semilla se sembró
a partir de la creación de Judaísmo y en los vastos terrenos de la fe —en sus
seguidores.».
Lo predijo el profeta Isaías: refiriéndose a un hombre que nacería de
una virgen y que se llamaría Emmanuel" (que significa: Dios con nosotros).
Jacob, el padre de las doce tribus de Israel, poderoso representante de la
estirpe y del poder del pueblo, pronosticó que el mesías sería descendiente de
Judá, su cuarto hijo. Anunciaron también la venida del salvador: el profeta
Daniel (desterrado de Babilonia) y el profeta Miqueas quien decretó que nacería
en Belén de Judá. Muchas otras manifestaciones sustentaron la profecía y
atizaron la llama de la esperanza durante siglos.
Pero las expectativas no solo inquietaban a los fieles seguidores
judíos, también crearon zozobra y dudas entre quienes ostentaban los poderes
políticos y religiosos. «Y fue
precisamente cuando reinaba el imperio romano, ese monstruo vanidoso de poder
que intentaba expandirse sin control por doquier, que Dios envió a su hijo».
Tal vez porque el pueblo hebreo, al que el padre celestial a través de sus profetas
había prometido la libertad, la paz y la tierra, ahora estaba nuevamente
sometido bajo el yugo de los romanos.
Como instrumento de autoridad social, judicial y religiosa —anexo y
paralelo al imperio— se enarbolaba ante el pueblo “El Sanedrín: una mezcla
formada entre buitres religiosos y la clase social alta. «Sus representantes
gozaban de gran poder y privilegios».
Ellos manipulaban a la sociedad
con su falsa doctrina, sus amañadas leyes y, a través de acciones sucias y
temerarias. «Controlaban a gobernantes y gobernados aprovechándose del aspecto
religioso».
¡Todos los judíos anhelaban la llegada del mesías! Había sido concebido
por la gran jerarquía para que ocupara un estatus de poder y obrara de acuerdo
a sus propósitos. De no ser así para nada serviría la anhelada espera y, por el
contrario, se crearía un ambiente de revolución que afectaría las condiciones
de poder establecidas, en especial para el milenario establecimiento de fe
representado por el judaísmo. Surgiría un conflicto de poderes que afectaría el
equilibrio moral y psicológico de los creyentes; se harían presentes la
inconformidad y la desobediencia, y cambiarían las condiciones de
subordinación.
«Todo estaba previsto desde mucho tiempo atrás
cuando se creó la gran inquietud —tal
vez como una de las más importantes cartas “debajo de la túnica”— para
perpetuar las creencias religiosas». Quizá ni siquiera quienes lo profetizaron se imaginaban como
sería aquel hombre que encarnaría el poder divino en el momento en el que se lo
necesitase, lo importante era mantener viva la ilusión a los creyentes y latente
la expresión del poder divino.
Lo cierto es: que si fueron contundentes y trascendentes algunos hechos
míticos en los que hombres como Abraham
y Moisés mantuvieron comunicación
directa con Dios, pudieron verle y
hablarle, y recibieron sus mandatos y la potestad para transmitírselos al
pueblo; o aquellos otros —que narran las leyendas egipcias— respecto del
poderoso faraón Osiris, enalteciéndolo hasta la divinidad, inmortalizándolo y
convirtiéndolo en símbolo de resurrección; entonces ¿por qué no habría Dios (el Dios de Abraham, el Dios
de Moisés, el Dios de los hebreos) de enviar algún día a su hijo para salvar a
quienes creyesen en él?