Jesús, el otro mesías

Jesús, el otro mesías

domingo, 5 de marzo de 2017

Prólogo del libro: Jesús, el otro mesías

Una gran convulsión social y moral se vivía por aquellos días; la humanidad crecía y con ella el caos. Reinaban el odio y la ambición, la inequidad y el desenfreno. «Ni siquiera el temor a los dioses era suficiente para controlar a los hombres».
          La descendencia de Abraham y de Moisés, tal vez los más grandes profetas de la época, se esparcía potencialmente por los áridos territorios de la antigua Palestina. «Se imponía la crueldad del poderoso imperio romano».
Hambre y miseria para algunos, poder y abundancia para otros.  —Parece ser la premisa que rige a la humanidad. Unos adoraban a  dioses paganos representados en figuras humanas, en animales, en elementos naturales; otros se inclinaban  ante los preceptos de un fenómeno religioso incomparable: “El Judaísmo”.  —Filosofía, forma de vida o religión (como quiera llamársele), instituida por el gran patriarca Abraham y  reafirmada por Moisés y su descendencia.
          La biblia, el gran libro canónico e histórico del Judaísmo y del Cristianismo, en su antiguo testamento, nos narra muchas de las situaciones que vivieron los hombres desde el principio de la creación dejándonos observar trascendentales cambios en la consciencia humana. La creación de mitos, leyendas y regímenes,  que a través de mecanismos de manipulación —en torno a la fe y a la moral— controlaron de una u otra manera el transcurso de la vida.
Se destacan entonces hechos trascendentales como el gran e insustituible poder que fue conferido en forma misteriosa al patriarca Abraham, señalándole como origen y líder del pueblo de Dios.  La histórica hazaña de Moisés, quien liberó al pueblo hebreo de la esclavitud de los egipcios, motivándole además con la ilusión de una tierra prometida por Dios (Canaán). De manera sorprendente —también— las manifestaciones públicas e intimidantes de los mandamientos divinos contenidos en las tablas de la ley, dictados  directamente por Dios a Moisés en el monte Sinaí, se constituyeron en el paso fundamental para la institución permanente de la iglesia; leyes que hoy aún rigen la religión Cristiana.
Se hacen dogmáticos en los escritos sagrados del antiguo testamento los mandatos y lineamientos que Dios daba a sus seguidores a través del “profeta elegido”,  los cuales deberían cumplir —de manera estricta y embebidos en la fe— para ser objeto de la salvación, llegar a la tierra prometida y, al final de los días entrar en el reino de los cielos. «Sería así  como los siervos de Dios mantendrían  el arraigo, la fe y la lealtad. Aportarían  parte de sus bienes —como se les requería. Reconocerían y aceptarían a un determinado grupo de personas (levitas y sacerdotes) como representantes de la divinidad, quienes además  tendrían la potestad de recaudar las riquezas,  dictar ordenamientos y orientar el pensamiento».
¡Todo en nombre de Dios!
Fue entonces como de forma extraordinaria  se afianzaron las religiones monoteístas: con el surgimiento y la primacía del Judaísmo, del cual derivaron el Cristianismo y el Islam.
          Se concibió la figura de un solo Dios omnipotente y perfecto —aunque intangible; se condicionó al espíritu humano a creer ciegamente en él, aceptando en la figura de los elegidos la representación del mismo; se establecieron normas de comportamiento, obligaciones, protocolos y rituales para reconocer y adorar al Dios todopoderoso; e incluso se sembraron expectativas basadas en el miedo y en el amor —sentimientos básicos de la vida— como herramientas de control de estas fantásticas filosofías.
Tal vez la más grande expectativa y la que más trascendencia tuvo durante siglos fue la que se creó a través de las  profecías que anunciaban la venida de un salvador, del mesías, del hijo de Dios. Muchos profetas y en diferentes épocas vaticinaron el nacimiento del “hijo de Dios hecho hombre” quien vendría para salvar a todos quienes profesasen su fe, liberándoles de los pecados y otorgándoles la oportunidad de ser aceptados en su reino. «La semilla se sembró a partir de la creación de Judaísmo y en los vastos terrenos de la fe —en sus seguidores.».
Lo predijo el profeta Isaías: refiriéndose a un hombre que nacería de una virgen y que se llamaría Emmanuel" (que significa: Dios con nosotros). Jacob, el padre de las doce tribus de Israel, poderoso representante de la estirpe y del poder del pueblo, pronosticó que el mesías sería descendiente de Judá, su cuarto hijo. Anunciaron también la venida del salvador: el profeta Daniel (desterrado de Babilonia) y el profeta Miqueas quien decretó que nacería en Belén de Judá. Muchas otras manifestaciones sustentaron la profecía y atizaron la llama de la esperanza durante siglos.
Pero las expectativas no solo inquietaban a los fieles seguidores judíos, también crearon zozobra y dudas entre quienes ostentaban los poderes políticos y  religiosos. «Y fue precisamente cuando reinaba el imperio romano, ese monstruo vanidoso de poder que intentaba expandirse sin control por doquier, que Dios envió a su hijo». Tal vez porque el pueblo hebreo, al que el padre celestial a través de sus profetas había prometido la libertad, la paz y la tierra, ahora estaba nuevamente sometido bajo el  yugo de los romanos.

Como instrumento de autoridad social, judicial y religiosa —anexo y paralelo al imperio— se enarbolaba ante el pueblo “El Sanedrín: una mezcla formada entre buitres religiosos y la clase social alta. «Sus representantes gozaban de gran poder y privilegios».  Ellos manipulaban a  la sociedad con su falsa doctrina, sus amañadas leyes y, a través de acciones sucias y temerarias. «Controlaban a gobernantes y gobernados aprovechándose del aspecto religioso».

¡Todos los judíos anhelaban la llegada del mesías! Había sido concebido por la gran jerarquía para que ocupara un estatus de poder y obrara de acuerdo a sus propósitos. De no ser así para nada serviría la anhelada espera y, por el contrario, se crearía un ambiente de revolución que afectaría las condiciones de poder establecidas, en especial para el milenario establecimiento de fe representado por el judaísmo. Surgiría un conflicto de poderes que afectaría el equilibrio moral y psicológico de los creyentes; se harían presentes la inconformidad y la desobediencia, y cambiarían las condiciones de subordinación.
         
          «Todo estaba previsto desde mucho tiempo atrás cuando se creó la gran inquietud  —tal vez como una de las más importantes cartas “debajo de la túnica”— para perpetuar las creencias religiosas». Quizá ni siquiera  quienes lo profetizaron se imaginaban como sería aquel hombre que encarnaría el poder divino en el momento en el que se lo necesitase, lo importante era mantener viva la ilusión a los creyentes y latente la expresión del poder divino.
Lo cierto es: que si fueron contundentes y trascendentes algunos hechos míticos en los que  hombres como Abraham y Moisés mantuvieron  comunicación directa  con Dios, pudieron verle y hablarle, y recibieron sus mandatos y la potestad para transmitírselos al pueblo; o aquellos otros —que narran las leyendas egipcias— respecto del poderoso faraón Osiris, enalteciéndolo hasta la divinidad, inmortalizándolo y convirtiéndolo en  símbolo de  resurrección; entonces ¿por qué  no habría Dios (el Dios de Abraham, el Dios de Moisés, el Dios de los hebreos) de enviar algún día a su hijo para salvar a quienes creyesen en él?