Jesús, el otro mesías

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sábado, 22 de abril de 2023

Algunas cosas sobre su infancia - capítulo II (tercera entrega del libro).

 

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Jesús, el otro mesías

Capítulo II

Algunas cosas sobre su infancia

Jesús fue un niño afortunado que disfrutó de sus primeros años de vida junto a sus padres viviendo probablemente en la ciudad de Alejandría (en Egipto). Su primera infancia estuvo marcada por la injerencia de influyentes personajes de la diáspora judía quienes se interesaron en orientarlo hacia el conocimiento pleno del judaísmo y de otras filosofías, ciencias y disciplinas. Él no fue tratado como cualquier niño, él fue educado de manera privilegiada. Desde pequeño conoció varios idiomas los cuales dominaría al cabo de su adolescencia. La lengua materna —el arameo— fue la primera que aprendió. A través de su padre conoció el griego, que se hablaba en algunas regiones de la Palestina. De su convivencia con la tradición judía aprendió el hebreo. Y años más tarde enriqueció sus conocimientos con el latín el cual utilizaban los romanos.

   «Fueron muchas también las enseñanzas místicas que recibió el niño judío y las que lo llevarían a desarrollar grandes capacidades humanas, valores, fortalezas y talentos especiales».

   Luego de la muerte del sanguinario rey Herodes, quien con su letal ordenamiento los había condenado al desarraigo, ellos (la sagrada familia) regresaron a Nazaret después de siete años. Allí también recibió Jesús una esmerada atención por parte de profesores, filósofos, escribas y miembros del clero. «Aunque no creció aislado de la sociedad tampoco compartió mucho de la vida popular durante su niñez».

   Desde pequeño se mostró virtuoso, lleno de talento, diestro en varias actividades, pero además se destacó por su personalidad seria y dominante. Creció de manera admirable como persona desarrollando potencialmente su coeficiente intelectual, analizándolo todo con pensamiento científico, identificándose plenamente con la naturaleza y con las cosas simples. Entendió e hizo suyas las bases que sustentan el amor y la fe; reconoció los buenos principios y valores humanos manifestando un profundo respeto hacia sus semejantes. Adquirió una admirable capacidad de comunicación, pero jamás malgastó sus palabras. 

   Siempre mostró gran interés y devoción por el ejercicio de la oración y la meditación individual; su personalidad y su carácter se hicieron cada vez más fuertes. No obstante, el camino de una vida moral e intelectual, la que él parecía haber elegido y para la cual fue preparado, Jesús también desarrollaba algunas actividades físicas ayudando a su padre en las labores de carpintería. 

   Desde sus párvulos años demostró una gran integridad moral, siempre manifestó su oposición en contra de la inequidad y la injusticia; se revelaba en él un espíritu luchador e inconforme. Tanto que alrededor de su infancia, gracias a su misteriosa e inconstante presencia pública y a su carácter fuerte y determinante, se tejieron algunas historias que se convertirían en el sustento de la fe en él —para algunos— y en las pruebas de condena respecto a su conducta —para otros.

   «Los llamados evangelios apócrifos (escritos sobre Jesús y el cristianismo, no aceptados por la iglesia cristiana) señalan hechos de gran trascendencia sobre la esencia humana y divina de Jesús dando cabida a difíciles interpretaciones». Por ejemplo, por medio de narraciones de actos sobrenaturales se le atribuían poderes mágicos, como en aquella ocasión en la que hizo volar doce gorriones de barro —que el mismo moldeó— como queriendo demostrar su poder.

   Se revela también que en varias ocasiones a través de la palabra desató su cólera hacia otros niños en reacción a diferentes circunstancias y en las que aparentemente se cumplieron sus deseos con resultados funestos; hechos que pudieron relacionarse coincidentemente con otros como mordeduras de serpientes venenosas, accidentes o enfermedades graves que causaron algunas muertes y que llevaron a muchas personas a imaginar que fueron propiciadas por él en uso de sus poderes sobrehumanos. Incluso, se hace alusión a su encuentro con un maestro llamado Zaqueo, que se interesó en él y decidió hacerse cargo de su enseñanza, pero que finalmente resultó siendo aplastado (de forma figurativa) por la fuerte personalidad de su infante discípulo.

   «Por fortuna también se le atribuyeron al niño algunas acciones milagrosas relacionadas con sanaciones físicas y espirituales, las que lo ubicaron por encima de la capacidad humana y enaltecieron su condición divina».

   Es claro que Jesús desarrolló sus habilidades psíquicas e intelectuales con base en una gran disciplina y en su prematura preparación, pero además siempre dejó notar su divina esencia humana orientada hacia el amor y la fe. Cabe anotar que, dentro de una cultura extremadamente creyente y temerosa de Dios, y ante los legendarios antecedentes instaurados en la consciencia del pueblo hebreo, la sugestión colectiva e inducida de manera constante y metódica daría lugar a la reafirmación de fuertes creencias que poco a poco mitificarían la imagen del mesías. Haciéndose presente el amor, relacionado a hechos milagrosos de fe; y el miedo, ligado a negativas situaciones habituales en la vida de los individuos.

   La infancia del nazareno (aunque él no fuera muy popular) dejó entrever a quienes le conocieron que era y sería un hombre diferente a todos, un ser humano especial.


Sus padres debieron afrontar algunas dificultades con él ante la comunidad. José recibió muchas acusaciones y reclamos por la aparente arrogancia de su hijo, por las palabras que profesaba a otros niños, por su carácter fuerte e influyente, por hechos confusos en los que pretendían involucrarlo… Intentaban señalarlo de hechicero, de que era alguien peligroso, de que tenía poderes extraordinarios para el mal. —Tal vez influenciados y desviados en su pensamiento por complejos sociales y psicológicos relacionados con la educación privilegiada del niño, con la historia de su origen, con su aparente posición de forastero en Nazaret y con los rumores de que él era el mesías—.

   María —su madre— era una mujer dedicada al cuidado de la familia. Ella tenía otros dos hijos (Santiago y Myriam) de cinco que serían en total. Sin embargo, fue preferente con Jesús, ella siempre vio en su primogénito al futuro salvador del pueblo judío y por esa razón lo trató con mucho respeto y admiración, de una forma diferente a la que se trataría a un hijo normalmente. —Tal vez solo era solidaria con él ante la difícil misión que le habían asignado—.

   La influencia que Jesús recibió en su infancia y adolescencia estuvo marcada por el constante interés de su familia y de un inmenso grupo de personas pertenecientes a diferentes clases sociales. Estaban involucrados poderosos personajes egipcios, judíos de la diáspora, judíos ortodoxos, esenios (secta religiosa), zelotes (rebeldes contra el imperio), personas comunes del pueblo e incluso algunos miembros del Sanedrín.

   Era evidente la alianza entre unos y otros apoyando la misión y con el mismo objetivo: legitimar a Jesús de Nazaret como el mesías. Todos propiciaban las condiciones para fundamentar esta esperanza divina que el pueblo de Dios anhelaba. Estaban en juego intereses de orden político, religioso y social, en tanto que algunas personas (llamémoslas creyentes) manifestaban su convicción y profesaban su fe ante la figura del mesías. «Entre ellos —sin ningún interés mezquino— el mismo Jesús, que seguramente durante mucho tiempo no pudo comprender el objetivo de su postulación a tan difícil responsabilidad, y el porqué de ese gran respaldo que le ofrecían todas esas personas».

   Dentro de la vida normal y rutinaria que llevaban todos los judíos se destaca una milenaria tradición: cada año se dirigían a Jerusalén a celebrar la fiesta de pascua.  La ciudad santa, que en algún tiempo fuera la capital del reino de Judea, estaba situada a unos ciento cuarenta kilómetros de distancia al sur de Nazaret, era una de las ciudades más importantes de la región y allí estaba construido el templo. «La fiesta de pascua hebrea simbolizaba plenamente la gratitud, la fe y la lealtad a Dios por parte de su pueblo después de la liberación de la esclavitud en Egipto (El éxodo)». Eran siete días durante los cuales se realizaban ceremonias de oración, se sacrificaban animales (corderos) y se compartían el pan, el vino y las hierbas amargas —en el banquete de comunión y la cena—. El pueblo judío se desplazaba en una fantástica peregrinación desde todas las regiones hasta Jerusalén para celebrar.

   En alguna ocasión, después de una de estas largas travesías, y terminadas las fiestas, ocurrió un incidente cuando todos regresaban a sus tierras de origen: Jesús, que apenas era un jovencito de doce años de edad, se quedó en Jerusalén mientras su familia y acompañantes partían. Eran muchas personas y se dividían en grandes grupos lo que propició que así sucediera. Cuando José y María notaron su ausencia ya estaban muy lejos de allí, pero inmediatamente decidieron regresar a buscarlo. Fueron tres días que permaneció el joven nazareno sin sus padres. Pero esta fue otra oportunidad para que él demostrara su seguridad y su virtuoso proceder. Visitó constantemente el templo y permaneció junto a los sacerdotes y sabios leyendo y comentando las sagradas escrituras (el Torá), compartiendo sus pensamientos e investigando sobre las leyes de Moisés. Gracias a su excelente educación, a su carácter fuerte e incomparable capacidad intelectual y humana, Jesús reveló una gran imagen ante la audiencia. Las pocas personas comunes del pueblo, los intelectuales y los representantes religiosos que tuvieron la oportunidad de verlo y escucharlo quedaron admirados y sorprendidos. Quedó grabado también en la memoria de todos, el momento en el que sus padres llegaron al templo a buscarlo y angustiados le increparon por su acción de desapego y la condición de vulnerabilidad a la que se expuso; él, tranquilo y seguro, les explicó su proceder argumentando la necesidad de atender los asuntos de su padre —refiriéndose a Dios.

   «Quizás de esta forma se evidenciaba que Jesús estaba asumiendo la responsabilidad que le habían encomendado». Ahora su pensamiento trascendía más allá de su vida personal y familiar, y manifestaba abiertamente su seguridad y fe en Dios. 



 


sábado, 8 de abril de 2023

Capítulo I - El nacimiento de Jesús de Nazaret (Segunda entrega)

Amigos lectores, seguimos compartiendo el contenido del libro para que ustedes lo disfruten y aporten sus opiniones.

Jesús, el otro mesías

Capítulo I – El nacimiento de Jesús de Nazaret
Se menciona en cientos de escritos que entre los años 749 y 753, a partir de la fundación de Roma, en cuyo momento se imponía la autoridad del imperio en la antigua Palestina a cargo del emperador César Augusto (llamado también Octavio) y del rey Herodes de Judea, se convocó —por orden explícita y tajante— a un censo de los habitantes en la región. Todas y cada una de las personas sin importar su edad, oficio, condición social o estado de salud, deberían estar o hacerse presentes en su lugar de nacimiento; además se obligaba a todos los hombres a pagar un tributo económico al gobernador de su respectiva provincia como profesión de sometimiento al imperio romano.
     José, descendiente del rey David y de Abraham, debió trasladarse a Belén de Judá para el empadronamiento, acompañado de María —su mujer. José era artesano, hábil carpintero, hombre humilde y honesto. Su oficio no lo ubicaba entre las clases sociales privilegiadas de Nazaret, pero vivía en buenas condiciones. Tampoco era alguien destacado dentro de la comunidad ni se ufanaba de su estirpe, sin embargo, a él, sin que así lo hubiesen señalado las profecías, le correspondería ser el padre del hijo de Dios. María, una jovencita piadosa y virginal —de origen levítico (familia sacerdotal), estaba destinada a ser la madre del sagrado hombre a quien todos los creyentes esperaban e invocaban. «Así lo habían decidido Dios, el destino y algunos hombres».
     Ella —la virgen María— estaba embarazada. Muchas dudas se tejían respecto de la paternidad biológica de José sobre el hijo que esperaban, sin embargo, los dos estaban comprometidos en la fidelidad y en el amor dispuestos a continuar juntos la deslumbrante aventura.
     El nacimiento de su primer hijo —Jesús— no coincidió con su permanencia en Nazaret (en donde residían). Habían emprendido el largo viaje hacia Belén, situado a unos ciento sesenta kilómetros de allí, para cumplir con el mandato del soberano. Cuando llegaron al pueblo no hallaron un lugar en donde alojarse debido a la gran cantidad de personas que habían acudido para el censo. Debieron refugiarse en un establo situado en las cercanías y ocupado por algunos animales; allí encontraron relativa seguridad y comodidad.
     Y así estando solo ellos (José y María), lejos de la vista, la influencia y el amparo de otras personas, nació su hijo. Ese niño que de manera trascendental sería proclamado como El Mesías. «Es imposible determinar si otras personas estuvieron presentes en aquel momento; por otra parte, saber si José y María eran conscientes del dolor que sufrirían ante la osadía de idealizar a su primogénito como el hijo de Dios».
     De inmediato corrió la noticia entre los pastores y la gente del pueblo de que había nacido en Belén el mesías. Se rumoraban fantásticas versiones de sobre como un ángel se había presentado ante María anunciándole que ella era la elegida por Dios para concebir y traer al mundo al redentor. Que habría de quedar encinta por obra y gracia del Espíritu Santo (símbolo del poder divino) y que ella conservaría su imagen virginal aún después de ser madre. También fue un ángel quién se encargó de dar a conocer en el pueblo de Belén y ante los sorprendidos pastores el nacimiento del niño. Él fue quien encendió la luz de la esperanza y exaltó las anhelantes almas pregonando la llegada al mundo del hijo de Yahvé: Emmanuel. «Era allí en Belén de Judá en donde ubicaba este nacimiento la última profecía de Miqueas (ocho siglos atrás). Así se cumplían la promesa y el mandato de Dios».
     Hasta a ese lugar, el lecho sagrado en donde el niño nació y pernoctaba la divina familia, llegaron desde Oriente (Persia) tres distinguidos y sabios reyes, ansiosos y animados por las profecías mesiánicas del pueblo de Israel y atraídos además por un fenómeno astrológico. Su curiosidad los orientó hacia una enorme estrella que coincidentemente iluminaba la región (pudo ser una nova, un cometa, una conjunción planetaria). «Las creencias populares de la época relacionaban los hechos trascendentales con la aparición de los astros». Y ante la gran coincidencia del espléndido fenómeno físico con el anunciado nacimiento y la fuerza de los rumores que en torno a él se crearon, ellos, los reyes, no dudaron en aceptar y declarar públicamente la divinidad del niño recién nacido relacionando el hecho con la mágica estrella. A él lo proclamaron el mesías y a la gran luz la llamaron la estrella de Belén.
     «Su presencia en el lugar reforzó potencial e históricamente el cumplimiento de la profecía. —Puede considerarse esta como la gran Epifanía, la primera manifestación poderosa que dio fuerza y credibilidad a la sagrada fantasía. Tres reyes que ostentaban riqueza, conocimiento y credibilidad, viajaron desde muy lejos para conocer, ofrendar y adorar al niño recién nacido, y, a pesar de sus creencias paganas lo reconocieron como al mesías».
     Muy pronto y como si hubiesen cumplido su misión —allá en Belén— emprendieron el viaje de regreso dejando en la incertidumbre al rey Herodes a quien habían encontrado en su camino inicial manifestándole los motivos de su largo viaje a Palestina. El rey había acordado con ellos que después de ver al mesías le informarían sobre la veracidad del nacimiento y le darían su ubicación exacta para que él también pudiera adorarlo, pero ellos jamás regresaron. ¡Herodes se sentía amenazado!
     A pesar de las dificultades que debieron soportar José, María y su hijo, a los ocho días de nacido Jesús fue presentado en Belén ante la comunidad judía. Era esencial que le fuese dado su nombre durante el acto de purificación y que fuese circuncidado. —No obstante, su divinidad, él debería demostrar la misma condición de humildad de cualquier ser humano—. «Con el acto de la circuncisión —dentro del judaísmo— el nuevo miembro se comprometía con la doctrina del gran padre Abraham y se obligaba a cumplir con las leyes de Moisés».
     Estas ceremonias convencionales no le otorgaron a Jesús ninguna importancia ante la sociedad pues eran comunes a cualquier niño judío. Sin embargo, allí en el hermoso y fascinante poblado de Belén, casualmente y de manera consecutiva se dieron otras situaciones que orientaron y reafirmaron el pensamiento y la fe de los creyentes. Hechos bastante sugestivos para una sociedad fervorosa y ávida de una imagen divina. Tal es el caso del encuentro en el templo entre la sagrada familia con el anciano profeta Simeón, un hombre honesto, justo y piadoso, que —como recompensa a su fe— había recibido la visita del Espíritu Santo quien le reveló que antes de morir tendría la satisfacción de conocer al hijo de Dios. Así ¡Simeón pudo realizar su sueño! Públicamente dio fe de la divinidad del niño: tomándolo en brazos, alabándolo y declarando cumplida la profecía, al tiempo que manifestaba con palabras funestas a María el dolor que habría de sufrir por ser la madre de Dios —hecho hombre—. Algo similar ocurrió en un acto de fe en el que Ana de Fanuel (la profetiza), una anciana viuda dedicada por completo al templo, a la austeridad y a la oración, una mujer que por su digno comportamiento y ancianidad gozaba de toda la credibilidad entre los judíos, reconoció también públicamente en el templo a Jesús como al mesías.
     Otro elemento importante que reforzó la fe de los creyentes fue el testimonio de dos comadronas llamadas Zebel y Salomé, que juraron haber examinado a María después del parto y comprobar —sin dudas— que ella todavía era virgen.
     No menos trascendental fue un rumor en el que se mencionaba un impresionante templo construido por los romanos y sobre el cual se erigió la estatua de Rómulo (rey fundador de Roma), al que llamaron el templo de la paz. La profecía manifestaba que el lugar caería en ruinas con la llegada del mesías, y tomó fuerza con la noticia de que la noche en la que nació Jesús el templo se desmoronó, cuando realmente (y fuera de tiempo) se había realizado en él una obra de construcción y restauración. Adicionalmente, las expectativas por este nacimiento también llegaron hasta Egipto: el profeta Jeremías había anunciado a los reyes que sus ídolos caerían en pedazos cuando una virgen diera a luz a un niño; consecuentemente y temerosos, los sacerdotes egipcios construyeron la estatua de una virgen sosteniendo en brazos a un niño, a la que siempre veneraron en secreto.
     Fueron muchos e impactantes los acontecimientos y las profecías que se asociaron al nacimiento de Jesús en Belén, suficientes para despertar curiosidad y temor en algunos, y afianzar radicalmente la fe en otros.
     No hay que olvidar que la creencia motivada por las profecías estaba arraigada desde muchos siglos atrás y que el gran judaísmo se encargaba de manera estricta y metódica de mantener viva y latente la fe fomentando la esperanza en sus seguidores, pero también creando zozobra y preocupación entre quienes ostentaban el poder. «Hasta tal punto que para muchos de ellos —en adelante— la divinidad de Jesús se les convertiría en un grave problema por lo cual ni siquiera le reconocerían como al mesías esperado».
     El pensamiento y la fe judía no estaban unificados; la llegada de Jesús hacía florecer grandes desavenencias. Existían varios grupos sociales aparte de los romanos y del Sanedrín: los saduceos, los fariseos, los esenios, los zelotes y el vulgo. No todos estaban felices con este acontecimiento. Pero definitivamente el rey Herodes fue quien más se preocupó por aquel a quien imaginaba como a un rebelde y futuro libertador. Ordenó entonces, intentando exterminarlo, que en toda la región bajo su poder se matara a los niños neonatos y de hasta dos años de edad. Ante el inminente peligro, ellos (José, María y el niño) huyeron y se refugiaron en Egipto. Allí encontraron seguridad y tranquilidad entre los judíos de la diáspora (comunidad de exiliados) debiendo permanecer con ellos por un largo tiempo.
«Casualmente así también se cumplían las palabras del profeta Oseas quien predijo que después de la liberación del pueblo hebreo por parte de Moisés, algún día el mesías, el hijo de Dios, se haría presente en Egipto. ¡Y así sucedió!»