Capítulo IV - La prédica de Jesús
La humanidad entera se ha admirado de la gran capacidad de comunicación oral que tenía Jesús de Nazaret con la cual llegaba a la conciencia y al corazón de muchas personas. La misma por la que aún hoy su palabra trasciende ajena a la interpretación que de ella hagan las diferentes comunidades religiosas. Su voz era escuchada a donde quiera que fuere sin protestas, sin hastío, sin ansiedad. Quienes tenían el privilegio de conocerle y acercársele disfrutaban ansiosos de su amor y sabiduría. «Imposible no creer en alguien tan sencillo y humilde, él parecía expresar el pensamiento divino».
En su prédica
interactuaba con receptores y simpatizantes poniéndose al nivel de ellos. Su
rebaño lo conformaban los individuos más pobres, muchas personas enfermas y
algunas otras perseguidas por la ley y las comunidades religiosas. Jesús
hablaba con respeto a cada uno de ellos, ofrecía su atención a todos, les
enseñaba sin reservas la gran oportunidad de acercarse a Dios. —Él no estaba
allí para juzgar ni castigar, solo quería mostrar el camino del amor—.
Utilizaba un lenguaje simple que resaltaba una incomparable intelectualidad
demostrando sabiduría sin pretensiones y reafirmándose como maestro, el más
grande maestro.
«Su misericordia y la
actitud de respeto y valoración que ofrecía a cada ser humano (incluso a sus
enemigos y detractores) abrían las puertas de las más arraigadas fortalezas
humanas, las que finalmente se manifestaban ansiosas de amor». Cada gesto de dolor
y de preocupación, cada una de las dudas que expresaban sus interlocutores, los
hacía suyos. «Indudablemente ante ese carácter fuerte, esa enorme seguridad y
las muchas virtudes humanas que en él se revelaban, se iluminaban los caminos
de la fe y la esperanza».
Jesús era un hombre
con una personalidad cautivadora. Era un tesoro de experiencias y conocimientos
que, combinados con el amor, su entrega por el prójimo y la renuncia total a la
vanidad, lo convertían en un ser humano brillante y diferente. Su discurso no
se basaba en leyes ni en enseñanzas técnicas, no exigía nada, no pretendía
ningún objetivo tangible. La doctrina de amor que profesaba conducía a las
personas a la reflexión y al autoconocimiento de manera elemental y natural.
Jesús era un hombre
solitario, le gustaba aislarse para orar y meditar. Sus seguidores sabían en
dónde encontrarlo, pero respetaban su privacidad. Él oportunamente se reunía
con las multitudes que voluntariamente le seguían. Su mensaje de esperanza y
reconciliación con la vida se convirtió en el mejor alimento para el alma de su
rebaño. Quiso transmitir —con su ejemplo— las virtudes esenciales para
sobrevivir ante la adversidad. Su vida austera, ayunos, vestimentas modestas y
demás, denotaban una consciencia tranquila ajena a lo material y sumida en lo espiritual. «El mensaje era tan simple que podían
entenderlo todos, desde el más sabio hasta el más ignorante».
La inteligencia de
Jesús sobrepasaba casi todos los límites humanos, él sabía hacer bien las cosas,
hasta el punto en que sus actividades (prédicas que reunían a muchas personas)
que en ocasiones parecían atentar contra las leyes establecidas, encontraban
justificación en la bondad de su pensamiento y en los objetivos del mismo. Sus
acciones, peticiones y requerimientos, no apuntaban a quebrantar la ley humana
ni tampoco estaban relacionadas con ella. El reino de Dios —que era lo
que él ofrecía— no estaba allí ni en ningún lugar, ni ponía en peligro la
autoridad de ese u otro reino.
«Infortunadamente las
cosas no estaban bien en la hermosa región Palestina. La situación de
inconformidad dentro de la comunidad judía era enorme. Aparentemente el
conflicto se sucedía entre romanos y judíos pero la discordia e inestabilidad
se hacían presentes entre todos los grupos religiosos y sociales».
El sentido del bautizo
que Juan daba a su pueblo estaba orientado hacia la redención de los pecados
para que así pudieran entrar en el reino de los cielos, pero también
ponía presente el castigo que habrían de recibir aquellos incrédulos que
siguieran en el pecado. Hacía alusión a la figura impresionante del látigo
de Dios recordando el castigo a Sodoma y Gomorra con fuego y azufre.
La idea predominante
sugería que el mesías vendría a aplastar a los opresores para liberar a su
pueblo y proveerles de riqueza y esplendida magnificencia. —Esto se convertía
tal vez en la más importante ilusión para un pueblo totalmente interesado y
ambicioso—. Abundancia de cosechas, riqueza, libertad, seguridad y fantásticas
expectativas. Todos los hombres tendrían casa, trigo y vino; no volverían a
fatigarse jamás; caería maná del cielo y agua para curar a los enfermos —como
en otros tiempos sucediera al pueblo hebreo en el desierto—. «Habría de venir
todo lo mejor para los judíos. Esos serían los días del mesías».
Cuando Jesús llegó al
río Jordán y se presentó ante el bautista y una multitud ansiosa por conocerlo,
se propició la más exaltada ceremonia de fe con la cual pareció consumarse la
misión de Juan. La petición de Jesús a su primo para que este le bautizase se
convirtió en un mítico escenario sobre el cual Juan heredó públicamente toda su
credibilidad al mesías: negándose ante los presentes la virtud y la potestad
para bautizarlo, adjudicándole a él (a Jesús) ese poder como único merecedor,
declarándolo ante todos hijo de Dios. —Así la fe y la esperanza
satisfacían las expectativas—.
«Y cuenta la historia
que en ese momento el cielo se oscureció y que de él se desprendieron
enceguecedoras luces y atronadores sonidos, y una paloma —el espíritu santo— se
posó sobre Jesús. Y los fieles seguidores del bautista se sorprendieron y
quedaron aterrados ante aquel espectáculo. Y maravillados creyeron en la
divinidad del nazareno». Sin embargo, en su sabiduría y humildad, Jesús no
reclamó reconocimiento alguno para sí, solo evocó el poder de Dios.
«De Juan solo quedaron pendientes las
autoridades romanas quienes lo acusaron de incitador y revolucionario contra el
régimen, y posteriormente le apresaron y le cortaron la cabeza».
Y Jesús se retiró
solitario hacia el desierto para meditar y orar durante cuarenta días. —Algo
impresionante para cualquier hombre. Las personas debieron inquietarse mucho
pensando en la forma como él pudiera sobrevivir tanto tiempo sin agua y sin
alimentos. Además, tendría que enfrentar a las fieras salvajes y soportar los
fenómenos físicos del desierto. «Allí, en Moab, resonaban las barracas
estruendosamente por el viento entre las montañas, y se transformaban
constantemente ofreciendo un maravilloso espectáculo. Se escuchaban los
aullidos de los chacales y se veían sus sombras con la luz de la luna dibujando
alucinantes escenas».
Y en medio de su
soledad y de sus temores, frágil y humano, expuesto ante la fuerzas de la
naturaleza, Jesús, fue tentado por el demonio —esa sucia y oscura desviación
del pensamiento que venera a la vanidad— invitándole a probar su capacidad
sobrehumana y a superar las difíciles pruebas del egoísmo y la ambición,
retándole a hacer uso de la supremacía divina para reinar ante un pueblo
vulnerable y necesitado; ofreciéndole la grandeza de un poder que podría
perpetuarse y cuya fortaleza residía en la fe en Dios.
«Pero Jesús, lleno de
amor y de esperanza, colmado de una férrea voluntad, superó a la vanidad y a
todas las tentaciones que el mal pudiera ofrecerle. Reconoció y saboreó la
fortaleza de su espíritu y reafirmó su amor por el prójimo, decidido incluso a
entregar su vida en virtud del acercamiento con Dios».
autoreseditores.com- Jesús, el otro mesías