Capítulo V - El sermón de la montaña.
Dentro
del admirable trabajo de predicación que realizó Jesús en la Palestina, hemos
de destacar que el Sermón de la Montaña fue uno de sus más
trascendentales actos públicos. Demostrado por la historia y por la comunidad
cristiana se constituye en el esplendor de sus enseñanzas dejando en él
profundas y perdurables huellas de amor y sabiduría. A través de parábolas,
metáforas, sentencias y sencillas e inteligibles frases, exteriorizó la esencia
de su mensaje en pos de aquellos más ávidos de su contemplación. Sus palabras y
su actitud humilde y bondadosa captaron (por aquel entonces y aún hoy) la
atención de muchas almas. —La gente creía y cree en el mesías—.
Él ofreció así la
bienaventuranza de Dios a los pobres en el espíritu, a los mansos (o
indefensos), a todos aquellos que lloraban y tenían hambre y sed de justicia. A
los misericordiosos, a los puros de corazón, a los pacificadores y a quienes
fueran perseguidos por las leyes humanas. Pero además garantizó la adhesión de
sus adeptos resaltando el valor y los méritos de aquellos que creyeron en su
palabra. —¿Quiénes podrían ser ellos si no la gran mayoría del pueblo
desprotegido y sometido ante la crueldad de los poderosos?—.
¡Ayer y hoy! Siempre
será igual. Existirán opresores y mansos corderos que arrastren las cadenas de
la codicia y la maldad que otros imponen. Y por supuesto así sucedía la vida en
la Palestina a manos del imperio romano y del poder religioso. El pueblo
padecía el infierno del abandono y del abuso. Entonces: ¿Cómo no acogerse a la
prédica de Jesús que ofrecía un espacio de libertad, de justicia, y una
oportunidad de salvación en el reino de Dios?
«La historia ha
demostrado la increíble capacidad de adaptación y de superación que poseemos
los seres vivos, en especial los humanos. Hemos vencido los obstáculos y las
situaciones más difíciles de supervivencia y convivencia gracias a la voluntad
fundamentada en la fe y en la esperanza». Eso fue primordialmente lo que Jesús
ofreció a sus seguidores: fe y esperanza. Ese era el camino hacia Dios
para encontrar en él la paz y la tranquilidad.
No es un secreto que
cualquier persona motivada y fortalecida en la fe puede realizar o soportar
actos y situaciones extraordinarios que para otros serían imposibles. Arropados
con la fe toleramos hambre, frío, castigo, dolor, soledad, injusticia… La fe en
Dios es aún más fuerte. «La fuerza del amor es superior ante cualquiera otra
manifestación».
Jesús —hecho verbo—
logró acercarse íntimamente a sus seguidores. Estableciendo estrechos vínculos
con ellos, solidarizándose ante sus necesidades y su dolor. Y no solo les
ofreció soluciones también les cautivó reviviendo sentimientos de autoestima
que enriquecieron las almas de quienes se sentían perdidos y despreciados por
las circunstancias.
«Cuando el mesías
dijo a su pueblo: “Ustedes son la sal de la tierra”, los convirtió en el
elemento más importante de su doctrina concediéndoles un lugar especial dentro
de una soñada revolución y creó un ambiente de motivación y de compromiso para
aquellos que querían alcanzar el tan anhelado “reino de los cielos”»
En esta ocasión sí se
manifestó en contra de las leyes de Moisés rechazando —ante todo— la violencia.
«No olvidemos las fuertes expresiones que se reflejan en los libros del antiguo
testamento con relación al discurso de Moisés para con la comunidad judía». Por
ejemplo: el concepto de ojo por ojo, diente por diente, que podría
interpretarse como una invitación a la venganza. Jesús enseñó todo lo
contrario, él invocó al amor hacia los semejantes, hacia la naturaleza, e
incluso —tal vez como objetivo principal— amor al enemigo. «Todo se condensa en
una sabia metáfora que refiere que si alguien te golpea en la mejilla no
respondas con violencia, y, a cambio, le ofrezcas la otra».
¿No
es acaso este un gran abismo entre su doctrina y la del establecimiento
religioso?
No olvidemos que el
patriarca Moisés, además de los diez mandamientos que impuso al pueblo
hebreo durante el éxodo, adoctrinó a sus seguidores exigiéndoles el
cumplimiento de un gran paquete de leyes (603 contenidas en el levítico,
antiguo testamento) con lo cual Jesús no estaba de acuerdo. «El nunca atacó de
forma directa esas leyes, ni invitó a la desobediencia, pero en su prédica
restó importancia a las mismas anteponiendo el gran valor de las leyes
divinas».
Habló de la ira y de
las acciones que de ella se generan: destacando que no solo se debería rechazar
el acto de matar, sino también el odio, las actividades violentas y los malos
pensamientos. Exhortando siempre al amor, al perdón, a la comprensión y a la
indulgencia.
Referente al
adulterio, Jesús señaló que el pecado no era solo de la mujer (como queriendo
defenderla), él argumentaba que eran tan adúlteros él como ella con solo
desearse, pues los malos pensamientos son tan graves como las malas acciones.
Se refirió a la
gravedad del que jura para mentir respaldándose en la pureza de Dios o en la
fe, en la tierra, en la madre o en los hijos, etcétera. Señalando que al
hacerlo estaría traicionando su propia consciencia, menospreciando a Dios, a
sus seres amados, y dilapidando la fe de aquellos a quienes engaña.
En su extraordinaria
prédica, Jesús habló del amor que Dios ofrece a todos: sin distinción de clases
y sin condiciones, incluso perdonando malos pensamientos y acciones. Enseñó que
la vida se debe edificar sobre las bases sólidas de la verdad, la bondad y la
fe, y que solo así podrían los hombres acercarse al padre creador. Además,
compartió con sus seguidores lo que podría llamarse la piedra angular del
cristianismo: la oración del padre nuestro (la que aún hoy muchos de
nosotros recitamos con gran devoción). Enseñó también la gran regla de oro a
través de estas palabras: «pedid y se os dará, buscad y hallarás, llamad y se
os abrirá». Fabulosas sugestiones que refrescaban —como dulce bálsamo— las
almas que ardían en el dolor y en la desesperación.
El sermón de la
montaña no solo fue un discurso de reflexiones y buenos consejos para sus
receptores, Jesús también increpó a todos e hizo un llamado a la cordura, a la
sensatez y la honestidad. Criticó duramente el falso altruismo de
aquellos que pretendían lucirse socialmente dando limosnas a los pobres. A
quienes utilizando la oración adornada de falsas ceremonias y lenguajes
sórdidos y repetitivos pretendían aparentar santidad. A los que hipócritamente
decían seguirlo y entender su palabra cuando en realidad estaban muy distantes
de comprenderlo y de aceptar la verdad.
Pidió fortaleza a sus
seguidores —mucha fortaleza y fe en Dios— señalando que no siempre se debería
tomar el camino fácil, que el más difícil es el mejor y el más satisfactorio.
Que nadie debería afanarse por atesorar riquezas, porque la única y verdadera
riqueza habita en el corazón y que lo material dista de la paz del alma y de la
bondad del espíritu.
Explicó que los
errores (o pecados) del afán y de la ansiedad por conseguir y poseer, no son
más que una desorientación y un alejamiento de la verdadera felicidad. Que Dios
todo nos lo provee, al igual que al ave, al lirio, a las fieras, a los árboles,
al río. «Con la fe todo nos llega, él todo nos lo da; en su reino está lo que
necesitamos. —Bastaría con creer y ser recíprocos prodigando amor—».
Por último, Jesús
invitó a los creyentes a mostrarse dignos y valerosos ante la adversidad y el
sufrimiento. A conocerse a sí mismos y a no juzgar o culpar a los demás por su
desgracia. A no sobrevalorar a quienes no lo merecen: «No des lo santo a los
perros ni eches perlas a los cerdos». Y a evitar a los hipócritas y
mentirosos: «Por sus frutos y acciones los conoceréis». ―El árbol bueno
siempre dará frutos buenos, el malo frutos malos―.