Jesús, el otro mesías

Jesús, el otro mesías

domingo, 27 de agosto de 2023

Los apóstoles - capítulo IX (décima entrega del libro).


Jesús, el otro mesías

Capítulo IX – Los apóstoles

«Indudablemente para lograr la eficacia de un objetivo determinado se hace necesario el concurso de diferentes elementos con funciones definidas y enfocados a la realización del mismo». Tan sencillo como trazar un plan, un metódico plan… Algo que el ser humano gracias a su inteligencia ha sabido hacer desde sus más elementales orígenes, restándole importancia a las consecuencias de sus actos, utilizando todas las herramientas posibles (poder, maldad, mentira, traición, manipulación, etcétera), haciendo a un lado cualquier consideración para con sus semejantes y pisoteando —si fuera necesario— los derechos materiales y espirituales de todo aquel que se ponga en su camino.

        En este escenario el objetivo primordial: perpetuar un régimen religioso para tener el control social. La gran idea: El mesías el hijo de Dios. El método: una doctrina religiosa paliativa al miedo y capaz de vulnerar cualquier resistencia intelectual. La estructura: un inmenso grupo de personas haciendo una tarea y convencidos de ella. —Tras de todo eso el establecimiento religioso—.   

«Parte importante de ese plan: los apóstoles».

    Los evangelios hablan de doce miembros, aunque algunos escritos mencionan cifras diferentes, incluso se hace referencia (no en las narraciones apostólicas) a María Magdalena como parte del grupo. Ellos estaban allí conformando el sistema y comprometidos con el gran líder ofreciéndole su lealtad y respaldo.

       Al igual que Jesús todos debieron abandonar sus aspiraciones personales, sus familias, sus lazos afectivos, su tiempo. Quizás algunos creían en lo que estaban haciendo; otros, verían en esta campaña la posibilidad de una revolución, y posiblemente unos pocos tendrían ambiciones económicas. ¡Espléndido gabinete de trabajo!, conformado por gente del pueblo. «Mágica adaptación que descartaba prejuicios y suspicacias». Tal vez hasta el mismo Jesús ignoraba hasta dónde llegaría la lealtad de esos hombres y cuáles eran sus deseos —pero los necesitaba—.

   Irónicamente, los creadores del fantástico proyecto, quienes en algún momento consideraron importante y necesaria su presencia dentro de la misión, luego les señalaron como a vulgares e ignorantes laicos.

     La mayoría de ellos (los apóstoles de Jesús) tenía profundos conocimientos sobre las escrituras hebreas, además, a pesar de sus humildes oficios, algunos heredaron sangre gentil de la Galilea (un siglo atrás).

     Tal vez las versiones apostólicas presenten la adhesión de los discípulos como un acto espontáneo y romántico en torno al mesías, pero la realidad es que muchas de las cosas que sucedían dependían de sus poderosos mecenas o estaban influenciadas por ellos. Aparentemente todos sus discípulos le siguieron de manera voluntaria (no cualquiera tenía ese privilegio); quizás no fue así, muchos se acercaron al maestro de forma premeditada. Quizá, varios de ellos, ni siquiera entendían por qué estaban con él y mucho menos el que harían parte de una poderosa campaña de adoctrinamiento. «Una cosa era lo que pensaba el mesías y otra lo que buscaban sus antiguos tutores».

      Así quedó conformado un eficaz y casi mágico equipo de trabajo, un búnker moral, una institución intangible pero poderosa de cuyo único responsable sería el joven nazareno —aun cuando las más poderosas influencias pudieran venir de todos lados—. Sin embargo, la permanencia de estos hombres con Jesús precipitó en ellos un cambio y poco a poco fueron abandonando su compromiso con el estamento religioso para integrarse íntimamente al pequeño grupo que ahora conformaban.

     Aunque no vamos a estudiar la vida de cada uno de los apóstoles, hemos de destacar algunas de sus características personales:

El primer elegido fue Andrés, alguien mayor que Jesús y que todos los demás. Era un hombre íntegro, sensato, leal, con liderazgo. Asumió de manera espontánea la responsabilidad de dirigir al grupo (con el respaldo del maestro). Se mantuvo siempre dentro del círculo privilegiado. Él fue quien acercó a su hermano Simón hacia Jesús.

         Simón Pedro era un hombre variable y sentimental, de carácter muy fuerte, laborioso y comprometido pero inestable; sin embargo, se convirtió en uno de los más útiles y cercanos compañeros del nazareno.

        Santiago Zebedeo, quien se unió al prestigioso grupo con su hermano Juan (el menor de todos), fue pieza clave en la maquinaria apostólica. Inteligente, vehemente y gran orador, acompañó activamente la campaña del mesías logrando captar la atención de sus compañeros y de los seguidores de la nueva doctrina. Además, fue él quien más motivó a Juan para seguir adelante. ―Juan se mostraba inseguro y le fueron encomendadas tareas para estar siempre cerca de la familia del maestro, con quienes logró establecer una estrecha relación, al punto que se le ha denominado a Juan como «el discípulo que Jesús amaba»—. Irónicamente se le describe como a un hombre frío, vanidoso y temerario, atribuyéndosele necias actitudes.

     Conformaban también el grupo: Felipe el curioso, confiado, abstraído, no muy entusiasta. El honesto Natael, hombre muy instruido y soñador, pero débil de carácter. Mateo Leví, entregado por completo a la causa. Hábil en los negocios, con experiencia en el recaudo de impuestos, eficaz en su trabajo. Tomás el dídimo, incrédulo, escéptico, analítico, comprometido con la seguridad del grupo y con la eficiencia de sus actividades; adorador vehemente del maestro. Los gemelos Jacobo y Judas Alfeo, hombres humildes e ingenuos, sumisos colaboradores. Simón el Zelote, vigoroso, seguro y agitador. Admirable ejemplo de un hombre que por medio de la fe pudo transformar su pensamiento judío-nacionalista y materialista hacia el camino de la espiritualidad. Por último, Judas Iscariote, hijo de saduceos de la región de Judea. Hombre muy instruido, hábil en el manejo de los asuntos económicos. Creyente pero inseguro, moralmente inestable. Siempre estuvo inconforme por la actitud pacífica de Jesús ante la imposición del imperio romano, parecía aceptar la revolución violenta.

      Indudablemente el nazareno contaba con un gran equipo de colaboradores. ¡Vaya tarea para un líder!, la de orientar en una misma dirección a tan exquisito grupo de personas que en esencia representaban distintas corrientes de pensamiento. Todos ellos traían consigo sus pasiones, sus temores, sus sueños y ambiciones. Ofrendaban a él sus lealtades y voluntad esperando diferentes recompensas.

         Lo cierto es que, el gran designio, inicialmente proyectado para satisfacer el hambre de poder del aparato político y religioso comenzaba a deformarse, y que en el seno de esa pequeña asociación entre Jesús y sus apóstoles se incubaba un extraordinario cambio.

«La antigua idea del mesías parecía tomar otro rumbo...»


Jesús, el otro mesías /Autoreseditores


 

miércoles, 9 de agosto de 2023

¿Milagros? - capítulo VIII (novena entrega del libro).

Jesús, el otro mesías

Capítulo VIII - ¿Milagros?

En la época en la que vivió Jesús en Palestina las creencias mitológicas estaban aún muy arraigadas. Creían, por ejemplo, que por encima de la tierra (en el cielo) estaban los dioses y los ángeles, y que sobre ellos estaba Yahvé. Que bajo la tierra estaban los demonios y que allí era a donde descendían los muertos. A los malos espíritus se les atribuían las enfermedades, las plagas, la locura, el hambre, los terremotos, las guerras. Sin embargo el pueblo hebreo siempre mantuvo su fe en la palabra de los profetas y conservó latente la esperanza en la venida del salvador (y con él la libertad).

     En referencia al tema de la salud, durante siglos fueron víctimas de su ignorancia y de sus convicciones. No conocían lo que era un hospital o un manicomio (no existían), por consiguiente, ellos mismos en sus hogares cuidaban a los enfermos limitándose a resguardarlos, alimentarlos y a esperar el paso del tiempo.

     Ceguera, sordera, mudez, parálisis, trastornos psicológicos y psíquicos, etcétera, en muchos casos fueron transitorios y desaparecieron espontáneamente. Algunos hombres (oportunistas) se atribuyeron la facultad de curar a las personas con métodos anticuados y burdos que aprendieron de sus antepasados: por medio de ritos, conjuros, oraciones, masajes, golpes, baños, terapias de inciensos y otras prácticas, lograban crear fuertes emociones en las personas afectadas y generar una respuesta en algunos casos positiva. La salud dependía entonces de esos oportunistas, de curanderos y magos, quienes a medida que acumulaban éxitos (aparentes) ganaban credibilidad y fama sobre todo entre incautos, menesterosos, ignorantes y vagos.

     Las creencias eran radicales y poderosas, no solo en la Palestina, también en Siria, en la región del Jordán, en Grecia y en Egipto. Se consideró dioses a muchos hombres que se destacaban por sus aptitudes y talentos, por su hermosura, por su fortaleza física o su intelecto. Se les concedió divinidad y se les atribuyó poderes sobrehumanos para el bien y el mal. «Entre ellos encajaba perfectamente Jesús de Nazaret que gracias a su vida misteriosa, su trascendente oratoria y sus actos ganó cada vez más popularidad conquistando la confianza de sus siervos».

     A él, además de las profecías, le rodeaban enigmáticas leyendas relacionadas con tratados helenísticos, con la teoría herética, con la magia y el clan de los Goes (magos griegos existentes desde seis siglos atrás). ¡Cómo no creer en él! Imposible dudar de una imagen tan fuerte y especial cimentada en la fe y consolidada a través de continuos episodios orientados a mostrar su divinidad. Rodeada de influyentes y constantes manifestaciones, cobijada —tímidamente— por algunos poderosos. Enmarcada dentro del contexto de la necesidad humana y salpicada de misterio. «Pero además representada por un hombre muy especial». Definitivamente sus palabras y sus acciones trascendían más allá de lo imaginable.

     Su activa influencia se vio reflejada en la inmensa cantidad de seguidores que conquistó con su prédica. «Él nació y fue proclamado para ser el mesías, y a su manera lo fue». Nadie como él tan dispuesto para entregar amor, sacrificar su tiempo y dedicar su vida en pro de los demás. «Su único fin: ayudar a cada ser humano para acercarse a Dios y a su propia verdad, orientar el pensamiento en dirección a la justicia y al equilibrio existencial, incentivar a cada uno a ser feliz».

     Muchos eventos que sucedieron en torno a Jesús, y otros protagonizados por él, favorecieron potencialmente su imagen divina: ¡el mesías hacía milagros! Curaciones, exorcismos, resucitaciones, sanaciones y transformaciones físicas, se constituyeron en las pruebas tangibles de su poder divino; las mismas que proclamaban con ansias sus seguidores e incluso quienes no creían en él. La fe y la sugestión pueden ser corrientes de infinita magnitud, pero aunque aparentemente darían solidez a su imagen y destino a sus sanas ambiciones, infortunadamente alejarían de alguna manera a muchas almas del sentido espiritual que él siempre pretendió.

     Importaba más entonces lo que él podía hacer que el amor que sentía y quería transmitir. La gente quería milagros no enseñanzas. Y entonces a los actos de fe y de amor, a la grandeza de la vida, al pensamiento positivo y la energía del universo, se sumaron las necesidades y el deseo de los ávidos creyentes. ¡Y se manifestaron los milagros! —Quizás algunos trucos también se hicieron presentes en esos escenarios—.

     En las bodas de Caná, después de que se agotara el vino, se atribuyó a Jesús el milagro de llenar muchas vasijas con el dulce elíxir para satisfacer a los presentes. «Alguna version literaria introduce dentro de este contexto la intervención de María, su madre, como uno de los  elementos activos en la idealización de ese gran acontecimiento ya que ella siempre estuvo a su lado en el proceso de legitimación del mesías». Y entonces Jesús pidió que llenaran las vasijas con agua y el agua se hizo vino, y todos pudieron beber (quizás embriagarse) en nombre del redentor. «Tal vez “alguien" pudo haber llenado las vasijas con el vino; o quizás (como lo plantean algunos otros autores) al agregar agua al mosto asentado en los recipientes se produjo el mismo. Incluso, no podríamos descartar que la historia que nos transporta a ese acontecimiento no es más que la ficción de quienes estuviesen interesados en hacernos creer en el milagro».

     Más eventos similares se registraron, en los cuales cabría la posibilidad de la intervención humana y no divina, como aquel ―que mencionan los evangelios― en el que Jesús multiplicó los peces y los panes para dar de comer a una multitud hambrienta, la misma que le seguía y aclamaba, la misma que necesitaba mantener viva la esperanza en su mesías. «Nada podría ser mejor que calmar su hambre y saciar su sed».

     O aquel otro, cuando Jesús aumentó la cantidad de peces en el mar para proveer las redes de los pescadores hambrientos y desmoralizados por la mala temporada. «No es difícil entender que la densidad de especies en el agua depende de factores climáticos, físico-químicos, mecánicos, etcétera; y que en una zona determinada puede haber ausencia o abundancia circunstancialmente. Grandes cardúmenes de peces pueden marcar la diferencia en sus desplazamientos durante la época reproductiva o ante la escasez de alimento. «En fin, la cuestión es que dependiendo de la manera en la que se miren algunos fenómenos naturales y de acuerdo a las necesidades y creencias, pueden darse explicaciones simples a los mismos o idealizarlos como eventos extraordinarios (milagros)».

     Jesús resucitó personas, curó ciegos, sordos, mudos, paralíticos, leprosos, y otros enfermos. «Cabe anotar que no solo él lo hizo, muchas personas antes que él también lo hicieron y hoy en día algunas pueden hacerlo». Hipnosis, sugestión, magnetismo, terapias basadas en aromas y música, psicología, conjuros, etcétera.

     Hemos de tener en cuenta que muchas de las patologías que afectan a los seres humanos pueden desaparecer espontáneamente, que algunas otras lo hacen ante determinados estímulos físicos y psicológicos. Pero que si aún hoy se desconocen las causas y la evolución de algunas de ellas, en aquellos días el grado de ignorancia era mayor (catalepsia, epilepsia, esquizofrenia, etcétera), pero sobre todo que el poder de la fe es irreemplazable.

     «Tampoco habríamos de descartar la presencia del engaño en determinados eventos (como en el caso de los paralíticos que caminan, mudos que hablan, ciegos que ven…)». Y aunque la intención de Jesús no fuese la de engañar a nadie, el camino para conquistar las almas de los necesitados estaba marcado por unos parámetros dentro de los cuales intervenían otras personas que seguramente sí podrían justificar dichas acciones. —Al fin y al cabo a Jesús lo que le importaba era transmitir su mensaje de amor; pero en su rol de predicador, sin otro recurso que conseguir la atención de las personas sin desligarse totalmente de su prediseñada imagen de mesías, se le complicaba actuar con total independencia.

     Por otra parte, Jesús también curó a mucha gente poseída por el demonio, algo muy similar a los procedimientos que hoy se realizan y que incluyen exorcismos y rituales religiosos. Estados mentales que la ciencia hoy conoce mejor y para los que ofrece tratamientos efectivos, y en los que (en algunos casos) se logran curaciones espontaneas tras una adecuada intervención y estimulación a la psiquis humana. «Durante su viaje por la India, Nepal y el Tibet, Jesús aprendió mucho sobre exorcismos y desarrolló un gran talento para enfrentar los casos más difíciles relacionados con trastornos mentales».

     Se destaca entonces la importancia de un Jesús inteligente, lleno de sabiduría, bondadoso, paciente y pletórico de amor, que ofrecía el bien por doquiera que fuere. Un hombre predestinado para servir a los demás dentro de un programa planeado con intenciones políticas y religiosas pero que en su evolución sufrió una metamorfosis orientada únicamente hacia el amor convirtiéndose en un ser cada vez más especial.

Entonces ¿por qué no habríamos de considerar sus acciones como milagros?


autoreseditores.com - Jesús, el otro mesías


 

 

sábado, 5 de agosto de 2023

¿Salvador o revolucionario? - capítulo VII (octava entrega del libro).

 

Capítulo VII - ¿Salvador o revolucionario?

Cada rincón de la Palestina era dominado por los romanos. Su poder político y militar se hizo insuperable y se fortaleció de la unión con el establecimiento judío. «Peligrosa alianza entre crueles paganos armados y cínicos religiosos manipuladores»

     ¡Las condiciones sociales del vulgo no pudieron ser peores! Sin embargo, la clase media y los ricos también fueron víctimas del régimen. Para los más desfavorecidos primaron las circunstancias de hambre, miseria y humillación; para los otros, la pérdida total de su dignidad y el desprendimiento de algunos de sus bienes económicos.

     Aunque todos los judíos fueron sometidos, algunos de ellos (rabinos y sacerdotes) gozaron de privilegios; su complicidad y sumisión con el imperio les permitió seguir desarrollando un metódico control sobre los creyentes intentando perpetuar la gran doctrina religiosa. En tanto que fariseos y saduceos ―comprometidos en la parte económica― aportaron inconformes todo lo que se les exigió, incluso algunos de ellos se convirtieron en colaboradores de sus verdugos (conformando así otro pequeño grupo social detestado por el pueblo). «Se creó un sistema para el cobro de impuestos en el que ellos participaban como recaudadores. Cumplida la cuota requerida, tenían el derecho de apropiarse de algunos de los bienes. Razón por la cual fueron odiados y considerados como traidores».

     Por otra parte, estaban los zelotes y sicaris (quienes realmente conformaban el mismo grupo). Los zelotes fueron un grupo de resistencia revolucionaria cuyo objetivo principal era el de establecer una reforma radical al templo y al culto. Mientras que los sicaris (a quienes podríamos considerar una facción de los otros) pretendían expulsar a los romanos por medio de la violencia para instaurar el reino de Israel.

     La inconformidad reinaba entre toda la comunidad hebrea, y los poderosos saciaban sus bajos instintos con ellos. Urgía la presencia de un líder y de una gran revolución. «Pero Jesús no era ese gran líder, ni tampoco —esa— era su causa».

     Fue así como quienes quisieron hacer del mesías el gran libertador y jerarca, y, la figura más importante de la doctrina judía, descubrieron (con asombro) una intención diferente por parte del nazareno, lo que interpretaron como traición. Los líderes del judaísmo ortodoxo emprendieron una irritable acción de desprestigio en contra de él entre las gentes del pueblo y entre los romanos tratando de convencerlos de que se estaba incubando una revolución armada para derrocar al régimen y que su líder era Jesús de Nazaret.

     El Sanedrín aconsejó al procurador para que tomara acciones drásticas para evitarlo. Señaló a Jesús y a sus discípulos como jefes insurgentes, argumentando que el mesías buscaba el poder político y que pretendía ser el rey absoluto del pueblo judío. —Tal vez esa fue la razón por la cual (a futuro) Jesús fue crucificado y burlado por los romanos con la inscripción en su cruz: INRI (Jesús rey de los judíos). «La crucifixión era la pena impuesta por sedición o cualquier otra conducta que atentara contra el imperio y su poder político. La pena de muerte, en cambio, era decretada para otros delitos y se ejecutaba con la lapidación».

     Los argumentos para incriminarlo fueron contundentes. Todas las circunstancias estaban en su contra desde el momento en que él apareció (nuevamente) en Jerusalén. Su llegada a la ciudad santa se convirtió en un espectáculo llamativo porque le acompañaron muchas personas. «La palabra de Jesús hacía eco a donde quiera que él fuere». Su poder ascendiente sobre la multitud inquietaba a cualquiera. Fue tal la impresión que causó, a pesar de su imagen tranquila y humilde y de su insignificante cabalgadura (a lomo de asno), que a este evento se le comparó con la entrada triunfal de un gran guerrero a terrenos conquistados. «Así lo sugirió el odioso Sanedrín, así lo vieron sediciosos y fariseos malintencionados, así lo creyó el procurador (ante las sugestiones de los rabinos)».

    Otro acontecimiento sugestivo y trascendental sucedió en uno de los lugares más importantes para la comunidad judía: el comportamiento de Jesús en el templo, cuando lleno de cólera y valor la emprendió contra todos —creyentes y sacerdotes— reclamando respeto con el que era considerado un lugar sagrado. Echó de allí a mercaderes y mendigos, acusó a los fariseos de sepulcros blanqueados (haciendo alusión a su hipocresía y malas conductas), profirió insultos contra rabinos y líderes judíos, contra los ricos que querían aparentar religiosidad, contra los fieles de una doctrina sucia y amañada. «Sus palabras y actitud debieron repercutir en la consciencia del emperador cuando manifestó que no quedaría piedra sobre piedra, echándolos a todos y realizando un ceremonial de purificación». Pero su verdadera intención era la de crear consciencia sobre el respeto al templo como sitio sagrado para la oración y el encuentro con Dios. Promulgar que no debería ser profanado con pensamientos y conductas materialistas. Que la esencia del recinto debería ser únicamente espiritual y que ellos no deberían comportarse como antiguos paganos.

     Su verdadero mensaje, cuando habló de reconstruir el templo, profetizaba que los hombres lo destruirían tarde o temprano. Que sus falsos cultos, las míseras limosnas que daban a los desafortunados, los rituales de oración y de interpretación de las leyes de Moisés, y todo lo demás, solo servían a la manipuladora doctrina con la cual el pueblo había sufrido durante miles de años. Él prometió reconstruir el templo fundamentado en el amor a Dios, en la verdad, en la misericordia y en la unión de su pueblo para así liberarlos del yugo, de la maraña engañosa y de la manipulación.

    «Y entonces cada acción y cada pensamiento del mesías lo hacían parecer como a un gran sublevado». Jesús atrajo la atención de los insurrectos zelotes, de inconformes religiosos y laicos, de todos quienes se consideraban víctimas el imperio; incluso de algunos paganos que, aunque no podían entender su mensaje (por el total desconocimiento de una fe monoteísta) percibían en él la esencia de la justicia y el camino hacia una gran libertad. «Todos esos elementos se condensaban peligrosamente en su contra ante sus enemigos».

     Por eso los zelotes buscaron acercarse a Jesús. —Quizás él era el líder que el pueblo judío estaba esperando—. Pero ellos querían una revolución violenta: la derrota del imperio y la imposición del establecimiento judío independiente y autoritario. ¡Jesús jamás lo aceptó así! Él rechazó toda muestra de violencia y cualquier método de sometimiento para con su pueblo. Sin embargo, algunos se unieron a él, tal es el caso de Simón el zelote quien se convirtió en uno de sus discípulos, y de Pedro de Barjona y Judas Iscarioti (a quienes también se relaciona como antiguos zelotes).

     Indudablemente —y por obvias razones— la mayoría de los ricos, saduceos y fariseos, estuvieron en contra de Jesús. «Ellos estaban acomodados dentro del sistema y el humilde profeta pretendía cambiarlo todo, sin siquiera levantar un arma, sin incitar al pueblo a la sublevación».

     En realidad, la aparente revolución de Jesús se gestó en el corazón de los hombres, dentro de su pensamiento, en el fértil campo de su inconformidad. El mesías se manifestó en contra de los ricos —sin odio y sin pretender hacerles daño— para reclamarles por su indiferencia ante el dolor y la miseria de los demás. Clamó justicia social e igualdad y ofreció la bienaventuranza de Dios a los desafortunados. Rechazó la mentira, la crueldad, el odio, la maldad, la injusticia, y muchas otras actitudes negativas humanas —todas ellas presentes dentro de la sociedad reinante y en las almas de quienes la gobernaban—. 

    Jesús nunca pretendió cambiar o derrocar el régimen romano ni acabar con la doctrina judía, él solo transmitió a los hombres la humilde riqueza de una filosofía de amor queriendo cambiar —en ellos— su relación con Dios. Anhelando transformar la relación del hombre con el prójimo. «Algo que de alguna manera conocían los esenios pero que en su ostracismo no compartieron nunca con los demás».

     El mensaje de Jesús conducía a la libertad. Libertad ante los hombres (opresores y manipuladores), ante las riquezas y cosas materiales, ante las propias ambiciones y debilidades. Él invitaba a vivir en la intuición y en la espiritualidad dejando a un lado la obscura razón que enfrenta a los semejantes.

     Buscad primero el reino de Dios y luego todo vendrá —fueron sus palabras—. Él fue ejemplo de sus enseñanzas: vivió de manera humilde, sin lazos afectivos y en la total austeridad. No disfrutó de su gran popularidad ni hizo alarde de ella, por el contrario, siempre se apartó de la sociedad y de sus manifestaciones de poder y vanidad.

     Aunque Jesús no aceptó el respaldo ni se adhirió a ninguno de los estamentos sociales, religiosos o gubernamentales, manifestó un marcado rechazo hacia el grupo de los fariseos (quizás más que a los zelotes), lo que aprovecharon sus detractores para sembrar dudas sobre su intención revolucionaria.    —Los paganos nunca pudieron comprender el carácter de su actitud escatológica—. Él siempre se consideró a sí mismo y se presentó como un simple hijo del hombre al servicio de Yahvé. Evitó reconocerse como el mesías para conjurar la relación de ese privilegiado reconocimiento con las profecías antiguas. Abandonó cualquier asomo de vanidad habiendo superado todas las tentaciones del poder y se negó a ser: guerrero, líder y rey.

     De manera incomprensible, Jesús parecía conforme con algunas de las normas del imperio. Cuando alguien le preguntó si debería pagársele tributo económico al emperador, él respondió con ambigüedad: —Dad al César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios —reafirmando su total desprendimiento de lo material, y enfocado hacia la vida puramente espiritual—.