Jesús, el otro mesías

Jesús, el otro mesías

lunes, 29 de mayo de 2023

La prédica de Jesús - capítulo IV (quinta entrega del libro).

 

Jesús, el otro mesías

Capítulo IV - La prédica de Jesús

La humanidad entera se ha admirado de la gran capacidad de comunicación oral que tenía Jesús de Nazaret con la cual llegaba a la conciencia y al corazón de muchas personas. La misma por la que aún hoy su palabra trasciende ajena a la interpretación que de ella hagan las diferentes comunidades religiosas. Su voz era escuchada a donde quiera que fuere sin protestas, sin hastío, sin ansiedad. Quienes tenían el privilegio de conocerle y acercársele disfrutaban ansiosos de su amor y sabiduría. «Imposible no creer en alguien tan sencillo y humilde, él parecía expresar el pensamiento divino».

     En su prédica interactuaba con receptores y simpatizantes poniéndose al nivel de ellos. Su rebaño lo conformaban los individuos más pobres, muchas personas enfermas y algunas otras perseguidas por la ley y las comunidades religiosas. Jesús hablaba con respeto a cada uno de ellos, ofrecía su atención a todos, les enseñaba sin reservas la gran oportunidad de acercarse a Dios. —Él no estaba allí para juzgar ni castigar, solo quería mostrar el camino del amor—. Utilizaba un lenguaje simple que resaltaba una incomparable intelectualidad demostrando sabiduría sin pretensiones y reafirmándose como maestro, el más grande maestro.

     «Su misericordia y la actitud de respeto y valoración que ofrecía a cada ser humano (incluso a sus enemigos y detractores) abrían las puertas de las más arraigadas fortalezas humanas, las que finalmente se manifestaban ansiosas de amor». Cada gesto de dolor y de preocupación, cada una de las dudas que expresaban sus interlocutores, los hacía suyos. «Indudablemente ante ese carácter fuerte, esa enorme seguridad y las muchas virtudes humanas que en él se revelaban, se iluminaban los caminos de la fe y la esperanza».

     Jesús era un hombre con una personalidad cautivadora. Era un tesoro de experiencias y conocimientos que, combinados con el amor, su entrega por el prójimo y la renuncia total a la vanidad, lo convertían en un ser humano brillante y diferente. Su discurso no se basaba en leyes ni en enseñanzas técnicas, no exigía nada, no pretendía ningún objetivo tangible. La doctrina de amor que profesaba conducía a las personas a la reflexión y al autoconocimiento de manera elemental y natural.

    Sabiamente utilizaba elementos verbales sencillos y comprensibles que convertía en mágicas herramientas de acercamiento con la comunidad: historias, parábolas y exhortaciones que colocaban a cada ser frente a sus propias vivencias, a lo cotidiano, a sus errores, a sus miedos. Conducía el pensamiento por el camino de los sueños relacionados con el amor y la paz. ¿Quién no querría escucharlo? —Tal vez aquellos que tenían el control y temían perderlo—. «¿Acaso el mesías se estaba saliendo de la ruta trazada?».

     A partir de su adolescencia la vida de Jesús fue un total misterio (por lo menos en la región de la Palestina). Pasaron varios años durante los cuales no se supo nada de él. Reapareció como un hombre muy instruido y sobre todo totalmente opuesto al modelo de divinidad que habían pretendido concebir sus mecenas y los líderes del judaísmo ortodoxo. Podría decirse que él actuaba —ahora— por cuenta propia. No pertenecía a ningún grupo ni profesaba ninguna de las diversas filosofías que se disputaban la obediencia del pueblo judío. Sin embargo, hacía uso de los conocimientos que tenía de cada una de ellas orientándose hacia un pensamiento puro y noble de humildad y al reconocimiento con gratitud hacia Dios; el Dios padre, el creador de todo, el omnipotente, el omnipresente, el que perdona, el que abre sus brazos para recibir a quien quiera llegar a él. Muy distinto del Dios controlador, con pensamiento humano, castigador y exigente que regía las antiguas leyes judías.

     Jesús era un hombre solitario, le gustaba aislarse para orar y meditar. Sus seguidores sabían en dónde encontrarlo, pero respetaban su privacidad. Él oportunamente se reunía con las multitudes que voluntariamente le seguían. Su mensaje de esperanza y reconciliación con la vida se convirtió en el mejor alimento para el alma de su rebaño. Quiso transmitir —con su ejemplo— las virtudes esenciales para sobrevivir ante la adversidad. Su vida austera, ayunos, vestimentas modestas y demás, denotaban una consciencia tranquila ajena a lo material y sumida en lo espiritual.  «El mensaje era tan simple que podían entenderlo todos, desde el más sabio hasta el más ignorante».

     La inteligencia de Jesús sobrepasaba casi todos los límites humanos, él sabía hacer bien las cosas, hasta el punto en que sus actividades (prédicas que reunían a muchas personas) que en ocasiones parecían atentar contra las leyes establecidas, encontraban justificación en la bondad de su pensamiento y en los objetivos del mismo. Sus acciones, peticiones y requerimientos, no apuntaban a quebrantar la ley humana ni tampoco estaban relacionadas con ella. El reino de Dios —que era lo que él ofrecía— no estaba allí ni en ningún lugar, ni ponía en peligro la autoridad de ese u otro reino.

     «Infortunadamente las cosas no estaban bien en la hermosa región Palestina. La situación de inconformidad dentro de la comunidad judía era enorme. Aparentemente el conflicto se sucedía entre romanos y judíos pero la discordia e inestabilidad se hacían presentes entre todos los grupos religiosos y sociales».

     En la región del Jordán se escuchaba la palabra de Juan el Bautista (hijo de Isabel la prima de María la madre de Jesús). Él era un humilde y solitario habitante del desierto que profetizaba la palabra divina y llevaba una vida de total recogimiento. Predicaba y bautizaba a sus seguidores en un ritual que celebraban en el río. A través de su mensaje intentaba salvar al pueblo de la esclavitud haciendo énfasis en la llegada del mesías. —Como queriendo preparar espiritualmente a los creyentes para su arribo—.

     El sentido del bautizo que Juan daba a su pueblo estaba orientado hacia la redención de los pecados para que así pudieran entrar en el reino de los cielos, pero también ponía presente el castigo que habrían de recibir aquellos incrédulos que siguieran en el pecado. Hacía alusión a la figura impresionante del látigo de Dios recordando el castigo a Sodoma y Gomorra con fuego y azufre.

     La idea predominante sugería que el mesías vendría a aplastar a los opresores para liberar a su pueblo y proveerles de riqueza y esplendida magnificencia. —Esto se convertía tal vez en la más importante ilusión para un pueblo totalmente interesado y ambicioso—. Abundancia de cosechas, riqueza, libertad, seguridad y fantásticas expectativas. Todos los hombres tendrían casa, trigo y vino; no volverían a fatigarse jamás; caería maná del cielo y agua para curar a los enfermos —como en otros tiempos sucediera al pueblo hebreo en el desierto—. «Habría de venir todo lo mejor para los judíos. Esos serían los días del mesías».

     Cuando Jesús llegó al río Jordán y se presentó ante el bautista y una multitud ansiosa por conocerlo, se propició la más exaltada ceremonia de fe con la cual pareció consumarse la misión de Juan. La petición de Jesús a su primo para que este le bautizase se convirtió en un mítico escenario sobre el cual Juan heredó públicamente toda su credibilidad al mesías: negándose ante los presentes la virtud y la potestad para bautizarlo, adjudicándole a él (a Jesús) ese poder como único merecedor, declarándolo ante todos hijo de Dios. —Así la fe y la esperanza satisfacían las expectativas—.

     «Y cuenta la historia que en ese momento el cielo se oscureció y que de él se desprendieron enceguecedoras luces y atronadores sonidos, y una paloma —el espíritu santo— se posó sobre Jesús. Y los fieles seguidores del bautista se sorprendieron y quedaron aterrados ante aquel espectáculo. Y maravillados creyeron en la divinidad del nazareno». Sin embargo, en su sabiduría y humildad, Jesús no reclamó reconocimiento alguno para sí, solo evocó el poder de Dios.

   Después de esa trascendental escena que exaltó aún más los corazones de los fieles creyentes, el Bautista cesó su prédica pasando a un segundo plano de importancia entre quienes le conocían —sus seguidores ahora estaban con el mesías—.

     «De Juan solo quedaron pendientes las autoridades romanas quienes lo acusaron de incitador y revolucionario contra el régimen, y posteriormente le apresaron y le cortaron la cabeza».        

     Y Jesús se retiró solitario hacia el desierto para meditar y orar durante cuarenta días. —Algo impresionante para cualquier hombre. Las personas debieron inquietarse mucho pensando en la forma como él pudiera sobrevivir tanto tiempo sin agua y sin alimentos. Además, tendría que enfrentar a las fieras salvajes y soportar los fenómenos físicos del desierto. «Allí, en Moab, resonaban las barracas estruendosamente por el viento entre las montañas, y se transformaban constantemente ofreciendo un maravilloso espectáculo. Se escuchaban los aullidos de los chacales y se veían sus sombras con la luz de la luna dibujando alucinantes escenas».

     Y en medio de su soledad y de sus temores, frágil y humano, expuesto ante la fuerzas de la naturaleza, Jesús, fue tentado por el demonio —esa sucia y oscura desviación del pensamiento que venera a la vanidad— invitándole a probar su capacidad sobrehumana y a superar las difíciles pruebas del egoísmo y la ambición, retándole a hacer uso de la supremacía divina para reinar ante un pueblo vulnerable y necesitado; ofreciéndole la grandeza de un poder que podría perpetuarse y cuya fortaleza residía en la fe en Dios.

     «Pero Jesús, lleno de amor y de esperanza, colmado de una férrea voluntad, superó a la vanidad y a todas las tentaciones que el mal pudiera ofrecerle. Reconoció y saboreó la fortaleza de su espíritu y reafirmó su amor por el prójimo, decidido incluso a entregar su vida en virtud del acercamiento con Dios».


autoreseditores.com- Jesús, el otro mesías



 


No hay comentarios:

Publicar un comentario

Déjanos tu comentario, tu opinión es importante.