Jesús, el otro mesías

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sábado, 8 de abril de 2023

Capítulo I - El nacimiento de Jesús de Nazaret (Segunda entrega)

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Capítulo I – El nacimiento de Jesús de Nazaret
Se menciona en cientos de escritos que entre los años 749 y 753, a partir de la fundación de Roma, en cuyo momento se imponía la autoridad del imperio en la antigua Palestina a cargo del emperador César Augusto (llamado también Octavio) y del rey Herodes de Judea, se convocó —por orden explícita y tajante— a un censo de los habitantes en la región. Todas y cada una de las personas sin importar su edad, oficio, condición social o estado de salud, deberían estar o hacerse presentes en su lugar de nacimiento; además se obligaba a todos los hombres a pagar un tributo económico al gobernador de su respectiva provincia como profesión de sometimiento al imperio romano.
     José, descendiente del rey David y de Abraham, debió trasladarse a Belén de Judá para el empadronamiento, acompañado de María —su mujer. José era artesano, hábil carpintero, hombre humilde y honesto. Su oficio no lo ubicaba entre las clases sociales privilegiadas de Nazaret, pero vivía en buenas condiciones. Tampoco era alguien destacado dentro de la comunidad ni se ufanaba de su estirpe, sin embargo, a él, sin que así lo hubiesen señalado las profecías, le correspondería ser el padre del hijo de Dios. María, una jovencita piadosa y virginal —de origen levítico (familia sacerdotal), estaba destinada a ser la madre del sagrado hombre a quien todos los creyentes esperaban e invocaban. «Así lo habían decidido Dios, el destino y algunos hombres».
     Ella —la virgen María— estaba embarazada. Muchas dudas se tejían respecto de la paternidad biológica de José sobre el hijo que esperaban, sin embargo, los dos estaban comprometidos en la fidelidad y en el amor dispuestos a continuar juntos la deslumbrante aventura.
     El nacimiento de su primer hijo —Jesús— no coincidió con su permanencia en Nazaret (en donde residían). Habían emprendido el largo viaje hacia Belén, situado a unos ciento sesenta kilómetros de allí, para cumplir con el mandato del soberano. Cuando llegaron al pueblo no hallaron un lugar en donde alojarse debido a la gran cantidad de personas que habían acudido para el censo. Debieron refugiarse en un establo situado en las cercanías y ocupado por algunos animales; allí encontraron relativa seguridad y comodidad.
     Y así estando solo ellos (José y María), lejos de la vista, la influencia y el amparo de otras personas, nació su hijo. Ese niño que de manera trascendental sería proclamado como El Mesías. «Es imposible determinar si otras personas estuvieron presentes en aquel momento; por otra parte, saber si José y María eran conscientes del dolor que sufrirían ante la osadía de idealizar a su primogénito como el hijo de Dios».
     De inmediato corrió la noticia entre los pastores y la gente del pueblo de que había nacido en Belén el mesías. Se rumoraban fantásticas versiones de sobre como un ángel se había presentado ante María anunciándole que ella era la elegida por Dios para concebir y traer al mundo al redentor. Que habría de quedar encinta por obra y gracia del Espíritu Santo (símbolo del poder divino) y que ella conservaría su imagen virginal aún después de ser madre. También fue un ángel quién se encargó de dar a conocer en el pueblo de Belén y ante los sorprendidos pastores el nacimiento del niño. Él fue quien encendió la luz de la esperanza y exaltó las anhelantes almas pregonando la llegada al mundo del hijo de Yahvé: Emmanuel. «Era allí en Belén de Judá en donde ubicaba este nacimiento la última profecía de Miqueas (ocho siglos atrás). Así se cumplían la promesa y el mandato de Dios».
     Hasta a ese lugar, el lecho sagrado en donde el niño nació y pernoctaba la divina familia, llegaron desde Oriente (Persia) tres distinguidos y sabios reyes, ansiosos y animados por las profecías mesiánicas del pueblo de Israel y atraídos además por un fenómeno astrológico. Su curiosidad los orientó hacia una enorme estrella que coincidentemente iluminaba la región (pudo ser una nova, un cometa, una conjunción planetaria). «Las creencias populares de la época relacionaban los hechos trascendentales con la aparición de los astros». Y ante la gran coincidencia del espléndido fenómeno físico con el anunciado nacimiento y la fuerza de los rumores que en torno a él se crearon, ellos, los reyes, no dudaron en aceptar y declarar públicamente la divinidad del niño recién nacido relacionando el hecho con la mágica estrella. A él lo proclamaron el mesías y a la gran luz la llamaron la estrella de Belén.
     «Su presencia en el lugar reforzó potencial e históricamente el cumplimiento de la profecía. —Puede considerarse esta como la gran Epifanía, la primera manifestación poderosa que dio fuerza y credibilidad a la sagrada fantasía. Tres reyes que ostentaban riqueza, conocimiento y credibilidad, viajaron desde muy lejos para conocer, ofrendar y adorar al niño recién nacido, y, a pesar de sus creencias paganas lo reconocieron como al mesías».
     Muy pronto y como si hubiesen cumplido su misión —allá en Belén— emprendieron el viaje de regreso dejando en la incertidumbre al rey Herodes a quien habían encontrado en su camino inicial manifestándole los motivos de su largo viaje a Palestina. El rey había acordado con ellos que después de ver al mesías le informarían sobre la veracidad del nacimiento y le darían su ubicación exacta para que él también pudiera adorarlo, pero ellos jamás regresaron. ¡Herodes se sentía amenazado!
     A pesar de las dificultades que debieron soportar José, María y su hijo, a los ocho días de nacido Jesús fue presentado en Belén ante la comunidad judía. Era esencial que le fuese dado su nombre durante el acto de purificación y que fuese circuncidado. —No obstante, su divinidad, él debería demostrar la misma condición de humildad de cualquier ser humano—. «Con el acto de la circuncisión —dentro del judaísmo— el nuevo miembro se comprometía con la doctrina del gran padre Abraham y se obligaba a cumplir con las leyes de Moisés».
     Estas ceremonias convencionales no le otorgaron a Jesús ninguna importancia ante la sociedad pues eran comunes a cualquier niño judío. Sin embargo, allí en el hermoso y fascinante poblado de Belén, casualmente y de manera consecutiva se dieron otras situaciones que orientaron y reafirmaron el pensamiento y la fe de los creyentes. Hechos bastante sugestivos para una sociedad fervorosa y ávida de una imagen divina. Tal es el caso del encuentro en el templo entre la sagrada familia con el anciano profeta Simeón, un hombre honesto, justo y piadoso, que —como recompensa a su fe— había recibido la visita del Espíritu Santo quien le reveló que antes de morir tendría la satisfacción de conocer al hijo de Dios. Así ¡Simeón pudo realizar su sueño! Públicamente dio fe de la divinidad del niño: tomándolo en brazos, alabándolo y declarando cumplida la profecía, al tiempo que manifestaba con palabras funestas a María el dolor que habría de sufrir por ser la madre de Dios —hecho hombre—. Algo similar ocurrió en un acto de fe en el que Ana de Fanuel (la profetiza), una anciana viuda dedicada por completo al templo, a la austeridad y a la oración, una mujer que por su digno comportamiento y ancianidad gozaba de toda la credibilidad entre los judíos, reconoció también públicamente en el templo a Jesús como al mesías.
     Otro elemento importante que reforzó la fe de los creyentes fue el testimonio de dos comadronas llamadas Zebel y Salomé, que juraron haber examinado a María después del parto y comprobar —sin dudas— que ella todavía era virgen.
     No menos trascendental fue un rumor en el que se mencionaba un impresionante templo construido por los romanos y sobre el cual se erigió la estatua de Rómulo (rey fundador de Roma), al que llamaron el templo de la paz. La profecía manifestaba que el lugar caería en ruinas con la llegada del mesías, y tomó fuerza con la noticia de que la noche en la que nació Jesús el templo se desmoronó, cuando realmente (y fuera de tiempo) se había realizado en él una obra de construcción y restauración. Adicionalmente, las expectativas por este nacimiento también llegaron hasta Egipto: el profeta Jeremías había anunciado a los reyes que sus ídolos caerían en pedazos cuando una virgen diera a luz a un niño; consecuentemente y temerosos, los sacerdotes egipcios construyeron la estatua de una virgen sosteniendo en brazos a un niño, a la que siempre veneraron en secreto.
     Fueron muchos e impactantes los acontecimientos y las profecías que se asociaron al nacimiento de Jesús en Belén, suficientes para despertar curiosidad y temor en algunos, y afianzar radicalmente la fe en otros.
     No hay que olvidar que la creencia motivada por las profecías estaba arraigada desde muchos siglos atrás y que el gran judaísmo se encargaba de manera estricta y metódica de mantener viva y latente la fe fomentando la esperanza en sus seguidores, pero también creando zozobra y preocupación entre quienes ostentaban el poder. «Hasta tal punto que para muchos de ellos —en adelante— la divinidad de Jesús se les convertiría en un grave problema por lo cual ni siquiera le reconocerían como al mesías esperado».
     El pensamiento y la fe judía no estaban unificados; la llegada de Jesús hacía florecer grandes desavenencias. Existían varios grupos sociales aparte de los romanos y del Sanedrín: los saduceos, los fariseos, los esenios, los zelotes y el vulgo. No todos estaban felices con este acontecimiento. Pero definitivamente el rey Herodes fue quien más se preocupó por aquel a quien imaginaba como a un rebelde y futuro libertador. Ordenó entonces, intentando exterminarlo, que en toda la región bajo su poder se matara a los niños neonatos y de hasta dos años de edad. Ante el inminente peligro, ellos (José, María y el niño) huyeron y se refugiaron en Egipto. Allí encontraron seguridad y tranquilidad entre los judíos de la diáspora (comunidad de exiliados) debiendo permanecer con ellos por un largo tiempo.
«Casualmente así también se cumplían las palabras del profeta Oseas quien predijo que después de la liberación del pueblo hebreo por parte de Moisés, algún día el mesías, el hijo de Dios, se haría presente en Egipto. ¡Y así sucedió!»

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