Sin duda las
intenciones de Jesús no fueron otras que ofrecer a su rebaño un camino hacia la
reconciliación con ellos mismos y orientarlos hacia la fe y el reconocimiento
del gran espíritu de Dios. En el camino de su metamorfosis moral y doctrinaria
él descubrió y pudo entender que las personas siempre fueron engañadas y
manipuladas en sus creencias, entonces quiso cambiarlo. «El nazareno no se
involucró con lo establecido, fue indiferente a cualquier compromiso y ejerció
su labor sin ánimo de lucro ni ningún otro interés, convirtiéndose en el
fracaso y la decepción de quienes invirtieron en él».
Entre tanto los
romanos fueron permisivos con las dos doctrinas filosóficas y religiosas
reinantes: el helenismo y el judaísmo. Del helenismo, que era la religión
republicana oficial de la Roma, se preocupaba más (como doctrina política) por
las virtudes civiles regidas por funcionarios. No obligaba a la creencia, pero
sí al acatamiento, y los lineamientos variaban con los cambios políticos. En cuanto
al judaísmo, conocía sus pretensiones de conservar su poder por medio de la
espiritualidad, y, la manera inteligente en la que respetaba las políticas y
ordenamientos imperiales. «Entonces ¿por qué habría de preocuparles una pequeña
secta judía que solo aglomeraba vagabundos y pobres para proveerlos de un
bálsamo espiritual?». Tal vez al César le convenía que existiese ese espacio
para el vulgo, quizás eso los mantendría en calma y conformes. —Seguramente esa
era una buena razón por la que los romanos concedían libertad al pueblo
subyugado para que creyeran y participaran de una religión diferente a la suya—.

Esa flexibilidad
romana, quizás influenciada por los griegos, facilitó un poco las cosas a los
ciudadanos más vulnerables y desubicados, acercándolos al pensamiento
individual (íntimo) y ofreciéndoles la oportunidad de elegir una alternativa
diferente a la corriente grupal.
Tal vez con esto, y sin quererlo, el imperio causó
un gran daño a su aliado político (el judaísmo) abriendo una enorme frontera
que aprovecharían Jesús y sus discípulos. «Aún después del enraizamiento de la
gran doctrina monoteísta la oferta de cultos y creencias religiosas fue
abundante, pero muchas de ellas evolucionaron lentamente para dejar de ser
doctrinas grupales y convertirse en caminos de elección personal. —Ahí estaba
presente Jesús de Nazaret ofreciendo el sendero más cercano y sencillo hacia
Dios».
La relación entre
judíos y romanos fue muy sólida, sobre todo con la diáspora (un grupo
especial ante la gran comunidad), siempre contaron con el apoyo del procurador
Pilatos y del emperador. Ellos financiaron la terminación del templo de
Jerusalén y la construcción de sinagogas por toda la Palestina. Les hicieron
concesiones especiales liberándolos del culto al honor imperial a cambio de
sacrificios en su nombre. Les permitieron a muchos ser ciudadanos romanos y
tener derechos de asociación (celebrar servicios religiosos, actividades
sociales y recreativas).
Quizás teniendo en
cuenta todos estos factores, Jesús sabiamente esbozó en su doctrina una inmensa
libertad y el acercamiento a un Dios generoso, pero no negó ninguno de los principios
religiosos judíos; los mantuvo, los flexibilizó y los transformó.

La improvisada
doctrina de Jesús creció sobre una base dualista reconociendo y promulgando el
bien y el mal al mismo tiempo (en contrapunto). Él encontró en su intelecto y
en su experiencia la respuesta a muchas dudas y consiguió ampliar el panorama
religioso de manera excepcional para bien de sus seguidores descubriendo ante
ellos la maravilla de las buenas intenciones de Dios. Expresándose en un idioma
inteligible y decretando la necesidad de mantener eterno este pensamiento sin
que importasen las diferencias físicas, étnicas, etarias; ni los factores
culturales, morales, psicológicos. Logró conducir el pensamiento hacia una
necesidad de fe apremiante e inmediata, pero cuya manifestación permaneciera
latente toda la vida. Relacionar al hombre y a Dios a nivel colectivo y al
mismo tiempo individual. Y logró una rara combinación entre la moral, las
normas estrictas y la generosidad de Dios.
Su doctrina se
alimentó de elementos existentes y necesarios extraídos de una (la reinante) y
muchas otras doctrinas, pero la aderezó con su pensamiento y virtudes
personales. Sugería bases sólidas, pero con capacidad de transformarse y
adaptarse según la necesidad. Pasaba del radicalismo a las salvedades.
Combinaba legalismo con antinomianismo (contradicción) sin una posición
radical, en cambio, sí traslativa desde el rigor y la militancia hacia la aquiescencia
(sacrificio voluntario) y el sufrimiento. ¡Jesús se mostró único y original!
Él ofreció una inmensa y emocionante versión religiosa sin discriminación. Su
doctrina no estuvo regida por un código, fue un campo abierto pletórico de
matices que indicaban un horizonte.
Él debió mantener
vivos los preceptos enquistados durante muchos siglos en las almas del pueblo
judío, su negación o rechazo hubieran provocado una hecatombe. Pero lo que sí
podía hacer —y así lo hizo— fue modificarlos de alguna manera en conveniencia
de sus fieles. Su prioridad fue desligar la ley del templo, él aceptó las leyes
del hombre, pero les restó importancia ante las leyes divinas, quizás por esa
razón en sus prédicas entregó un discurso ambiguo al respecto.
La Judea de la época fue difícil para el imperio,
allí y en Galilea la agitación social era constante en contra del poder
político —mas no del religioso. En muchas ocasiones las festividades de pascua
estuvieron marcadas por el abuso del procurador Pilatos quien militarizó y
controló las peregrinaciones.
Por otra parte, no
hay que olvidar que una parte del pueblo judío percibió la traición en el
movimiento doctrinario de Jesús. Algunos lo ignoraron, unos tantos lo
despreciaron y otros lo señalaron como un peligro. «Él parecía querer cambiar
la religión del vasto mundo judío, algo que no solo era religión sino también
forma de vida, entrega total». Y aunque conservó latentes sus bases, la asaltó
con una propuesta única y revolucionaria ofreciendo otro camino hacia Dios,
desvirtuándola de alguna manera y atribuyéndose —implícitamente— la jerarquía
de la nueva invitación.
Por ejemplo, los
saduceos fueron muy distantes a Jesús, ellos nunca creyeron en otra vida después
de la muerte ni mucho menos en la equidad y la justicia ajenas a las leyes de
los hombres (entre otras tantas diferencias). De los esenios, de quienes
adquirió gran parte de sus conocimientos y los conservó, no recibió su
beneplácito porque ellos en su egoísmo siempre mantuvieron un círculo cerrado
lleno de prejuicios. A los fariseos Jesús les propuso transigir sus leyes y
desligarlas de las creencias religiosas (algo aparentemente imposible) razón
por la cual le despreciaron. Por lo tanto. los potenciales seguidores de Jesús
seguían siendo los descarriados y desprotegidos, los parias, los pobres, los
perseguidos y desadaptados.
El acontecimiento trascendental y populista de su
entrada a Jerusalén el domingo de ramos, en donde fuera reconocido, aceptado y
seguido por muchos, y desde donde se incubarían más temores y odios por parte
de las autoridades y de sus detractores, quedó marcado en la historia. «Hay
quienes en medio de su radicalismo señalan al nazareno como a un verdadero
revolucionario de lo político, de lo social y de lo económico. —Eso es un falso
y dañino concepto—».
El plan estuvo
trazado, la idea profética se cumplió y el mesías —el hijo de Dios— se
involucró entre los hombres (infortunadamente para el estamento judío no de la manera
en la que originalmente se concibió su acción). Ahora el mesías auténtico de
los judíos se había transformado en un rebelde, en un peligroso agitador que
puso en peligro la estabilidad del poder. Un solo hombre orientado a esparcir
la semilla de un nuevo movimiento en campos ya germinados, florecidos y
cosechados desde siglos atrás, cuando el patriarca Abraham lo había logrado de
manera exitosa perdurando sin dificultad —aún hasta nuestros días.
«El mesías, pilar
principal de la estrategia inicial judía para perpetuar su doctrina y
establecer nuevas reglas de control, no funcionó como ellos lo querían. Debería
ser sacado del juego. Bastaría sacrificarlo (primitiva acción de
supervivencia)».
Pero ellos jamás
imaginaron que las más fértiles semillas ya se estaban esparciendo. —¡Cómo no extenderse!
si aún sin florecer ofrecían buenos frutos (milagros, curaciones, conver-
siones, tranquilidad, regocijo en la fe)—. Y el grupo se hizo cada vez más
grande. A Jesús y los doce apóstoles (quienes pudieron ser más, pero al parecer
el número dejaba un mensaje subliminal en creyentes y no creyentes, porque se
relacionaba con las doce tribus de Israel) se sumaban sus familias y otros
nuevos creyentes; todos aferrados a la gran esperanza, la misma que aun
tomando caminos diferentes prevaleció y prevalece.
El trabajo de Jesús
estuvo realizado: adoctrinó y posicionó a sus herederos de causa; causa
orientada únicamente al bien (por lo menos por parte de su espontáneo creador),
pero que quizás más adelante pudiera tomar otras direcciones. Jesús nunca se
empeñó en crear una estructura religiosa o filosófica y seguramente no soñó con
que sus enseñanzas se convirtieran en alguna de ellas. Él se limitó a llevar un
mensaje de amor en pos de quienes quisieran aceptarlo. Su revolución fue
íntima, espontánea, sin planes ni proyecciones. Preparó a los apóstoles para
que ellos a través de la palabra continuasen la labor de acercar a los hombres
hacia Dios. «Sin embargo, él sabía que su prédica y su legado traerían unas
consecuencias, las mismas que lo llevarían por el camino para concluir su
misterioso ciclo de vida espiritual».
¡Nada más podría esperarle si no la muerte! Pero si fuese así de simple
tal vez sus enseñanzas morirían con él y su labor habría sido en vano. Entonces
quienes abrieron a él su corazón olvidarían ese inmenso tesoro que él les
entregó y quizás volverían al opaco camino del conformismo y del sufrimiento
perdiendo por completo la esperanza.
«¡Vaya forma de
sellar esa bendita transformación!
Clásico proceso de un iniciado de la hermética que involucra lo físico,
lo moral y lo espiritual». —Indudablemente con la muerte se logra un gran impacto
que explora la fantasía y la divinidad—. Además, Jesús reconoció la importancia
de satisfacer la necesidad de su muerte tal y como lo planteaban las profecías
mesiánicas que la registraban como parte de una segunda alianza entre Dios y
los hombres para salvarles del pecado».
Habría de ser tan poco común como lo fue su
nacimiento, como lo fueron su infancia y desconocida juventud; y se recordaría
por toda la eternidad como sucediera con Osiris (en Egipto), o Tammuz (en la
Mesopotamia asiática), o Baal (en la mitología cananea), y otros tantos
espíritus de la antigüedad que lograron perpetuarse enalteciendo su historia
con algo tan impactante como la resurrección. Pero el hombre no puede volver de la muerte, la muerte es
única y trascendente. Por lo tanto, la de este ser humano inmenso y único
dentro de un fulgurante ambiente de inquietud y de fe, debería ser creíble pero
figurativa para dar cabida a la resurrección; lo que a su vez reafirmaría el
poder de Dios ante los hombres. —Rara aventura que llevaría a la perpetuidad
una inteligente y hermosa forma de ver la vida y de entender a Dios. «Se
incubaba entonces de manera compleja el cristianismo, a partir de una pequeña
revolución espiritual y de un futuro y trascendental episodio».